Capítulo XXXVIII

Primero sale un tipo que es muy malvado y que se llama el vizconde Polilloff, y luego otro la mar de bueno, Nicéforo Pistón. Aparecen también varias chicas, un señor anciano y latoso, tío de una de ellas, un jefe de negociado, un mayordomo, dos vendedores de ocarinas a plazos, soldados, gendarmes, un gato, tres peces de colores y otros diversos objetos, con todo lo cual se arma un lío padre y al final resulta que el vizconde Polilloff es Nicéforo Pistón y Nicéforo Pistón, el vizconde Polilloff, o sea, que se han viceverseado.

Nicéforo se entrega finalmente a la policía, la cual, en premio de sus numerosos y delincuentes delitos, le condena a un montón de penas de muerte. Llegado el día de la ejecución, el director de la cárcel se presenta en la celda del interfecto Nicéforo para preguntarle cuál es su último deseo.


—¿De modo que mi postrer deseo? ―inquirió Nicéforo.

―Claro. ¡No se habrá creído que le íbamos a dejar sin postre! ―contestó el director, que todos los días que comía estofado de ternera solía practicar el humorismo.

―¿O sea, que me concederán lo que yo pida aunque sea una burrada?

―Sí, señor; pida por esa boca.

―¿Qué boca?

―¿Cuál va a ser? La suya. ¿O se cree que aludía a una boca de riego? Ande, decídase.

―¿Palabra que obtendré lo que pida?

—Tiene mi palabra y además con acento esdrújulo.

―Está bien. Entonces, antes de bajar a la tumba fría, querría dar diecisiete vueltas al mundo en bicicleta.

―¡Rayos y truenos! Parbleu! ¡Eso es imposible!

―No veo el porqué. El ciclismo es muy sano y además desarrolla los músculos de las piernas y el tórax. ¿O es que prefieren ejecutar, cuando llegue la hora, a un condenado birrioso y anémico en vez de a uno robusto y decorativo?

―No es eso, es que a ningún sentenciado se le ha ocurrido pedir una cosa así.

―Alguien tenía que ser el primero. Pero bueno, ¿a qué tanto discutir? ¡Usted me ha dado su palabra, señor mío! ¿O es que para estas circunstancias tiene una palabra usada, una palabra de segunda mano?

―No, señor. Es que… Pero en fin, ¿qué le vamos a hacer? Su deseo será cumplido. Ahora mismo voy a encargar dos bicicletas: una para usted y otra para el agente que le acompañará en el paseíto. Buenos días.

―Que usted lo pase bien. ¡Ah! Le ruego tenga presente que quiero que la mía esté pintada de color amarillo canario.

―¡Sí, encima venga con exigencias!

Y el director de la cárcel se alejó refunfuñando.


Volvamos ahora al lado del vizconde Polilloff y de Azucena, su pura, bondadosa, abnegada y algo eccematosa esposa.

A pesar de que precisamente por aquellos días había estallado una huelga general de transportes en París, los transportes de emoción y ternura a los que se entregaron los dos esposos al verse el uno al lado del otro, libres de todo peligro, fueron conmovedores. Ni siquiera corrían el riesgo de escuchar por la radio a Antonio Machín, porque Machín no había nacido todavía.

―¡Amor mío! ―decía Azucena mordiendo el marco de una cornucopia de la emoción―. ¡Ya nunca nos separaremos!

―¡Nunca más! ¡Nuestro amor será eterno como las deudas del señor Vázquez*!

―¡Sí, queridito! ¡Seremos el uno para el otro!

―¿Cómo? ―aulló el vizconde, al que a consecuencia de tantas emociones se le había espesado un poco el cerebelo―. ¿Quién es ese otro? ¿De modo que hay otro? ¿Así que me eres infiel? ¡Ah, mujer ponzoñosa y casquivana! ¡Has destrozado mi corazón!

Al oír esto, Azucena, muda de estupor, se puso a lanzar grandes berridos de dolor y desesperación. Finalmente, tomó carrerilla y se lanzó por el balcón.

Por fortuna, las habitaciones que los Polilloff ocupaban en el hotel estaban todas en el entresuelo, a tres centímetros y medio sobre el nivel del mar, gracias a lo cual lo único que se hizo Azucena fue un chichón de tamaño natural.

―Perdóname, vida mía ―exclamó el vizconde saltando a su vez por el balcón y tomándola en sus brazos―. ¡Perdóname! ¡Ahora lo comprendo todo! Una venda cubría mis ojos…

―Ahora la venda la necesitaré yo ―dijo Azucena señalando el chichón.

―¡Amor mío!

―¡Vida mía!

En aquel momento aparecieron corriendo las dos tiernas hijitas del matrimonio Polilloff llevando un abultadísimo sobre.

―¡Papi! ¡Mami! ¡Carta de tío Constancio!

―¡Qué alegría! ¡Mi querido tío! ―murmuró Azucena.

El vizconde Polilloff se sentó en el bordillo de la acera, abrió el sobre, del que brotaron dos mis trescientos cincuenta y cinco pliegos numerados y pegados con obleas, y empezó leyendo:


San Petersburdo, 27 de mayo de 1897

Queridísimos sobrinos

Muy señores míos:

En contestación a la misiva fechada en París en 13 de agosto ppdo., escrita en respuesta a la mía del 3 de abril del corriente año, que tengo registrada en el apartado de Cartas Familiares Especiales, letra B, departamento 22-Z del archivo de Misivas en Trámite, debo manifestar…


¡Tío Constancio seguía siendo el mismo tabarra intensivo de siempre!


Un poco de paciencia, ¡caramba! Palabra que se termina en el número próximo.


* Manuel Vázquez (1930-1995) fue uno de los dibujantes más importantes de la historia de la Editorial Bruguera. Su desbocada vida personal (moroso impenitente, polígamo, estafador…) quedó de alguna manera reflejada en sus historietas. Entre sus series destacaron Anacleto, agente secreto (1964), Las hermanas Gilda (1949), La familia Cebolleta (1951) y Los cuentos de tío Vázquez (1968). (Más información).


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