Capítulo XXI

Cualquier día de estos publicaremos un suplemento de papel de lija con el resumen de todos los capítulos anteriores y los que pensamos publicar. Mientras tanto, un poco de paciencia y vayan leyendo.


—¡Bien, bien, bien, bien! ―exclamó el vizconde acomodándose mejor en el sillón y observándole con mirada escrutadora y perforadora―. ¡Mira, pedazo de camello, a dónde te ha llevado el tratar de combatir mi poder! ¡Pareces una piltrafa cualquiera, un montón de basura! ¡Je, je, je, je!

Nicéforo, con los ojos medio cerrados, no respondía ni pío a los sarcasmos de Sacha.

―¡Contesta, hombre! ―insistió este―. ¡Te queda poco tiempo para hablar! ¡Aprovéchalo! ¿Quieres que te aclare la voz con un poco de champaña del mejor que has bebido en toda su andrajosa vida? ―Y le ofreció una copa llena hasta rebosar del dorado líquido. Pero, cuando Nicéforo trataba de llevársela a sus labios con un penoso esfuerzo, el látigo del cínico aristócrata se la arrancó de sus manos con un tirón rápido y seco.

―¡Ja, ja, ja, ja! ¡Estoy disfrutando más que con una película de Bob Hope! ―gritó Polilloff, que casi lloraba de tanto reírse.

»¡Prepárate que vas a ver a tu amada… por última vez! ¡Je, je, je, je! ―Y, agitando nuevamente la campanilla, ordenó a un mayordomo con voz de trueno ―¡Que traigan a Azucena!


—Despierta, pequeña ―dijo Tania dulcemente sacudiendo la cabeza de Azucena contra un barrote de la cama para que volviese en sí de su desmayo―. ¡Vamos, que el vizconde te está esperando!

―¿Dónde estoy? ―preguntó Azucena por centésima vez.

―¡En el palacio de Polilloff, prisionera del malvado vizconde, lo mismo que el pobre Nicéforo Pistón!

―¿De veras? ―exclamó Azucena como una tonta―. ¡Quién lo iba a pensar!

―Claro que sí ―repuso Tania impaciente―. ¡Tú también vas a tener que leer un resumen de los capítulos anteriores! ¡Date prisa!

En efecto, el momento no era para menos, pues un grupo de cosacos aguardaba en la puerta de la habitación para escoltar a la inocente joven hasta el gran salón donde la esperaba Sacha Polilloff.

Se cuadraron militarmente en redondo al aparecer esta en el umbral y, tras colocarla en el centro de las dos filas, se pusieron en marcha marcando el paso.

―¿Es que van a fusilarme? ―preguntó Azucena mientras se alejaba.

―¡No seas estúpida! ―repuso Tania con tal grito que a tres o cuatro cosacos les saltó el gorro de pieles por el aire.

Al abrirse las puertas del salón, Sacha Polilloff levantó su cabeza para contemplar detenidamente la expresión de Azucena, pero tuvo un desengaño porque la expresión de Azucena era de perfecta idiotez elevada al cubo. Naturalmente, así de golpe la joven no había reconocido a su amado en aquella piltrafa humana cargada de cadenas y situada frente al tiránico aristócrata. Nicéforo tampoco se había movido, como si no se diese cuenta exacta de la situación.

―¡Ja, ja, ja, ja! ―rio el vizconde como un loco saltando sobre su sillón hasta que se le salieron los muelles. Azucena también rio, Nicéforo se mantuvo serio como un caballo.

»¡Desgraciada! ¿No reconoces en ese desdichado a tu gran amor, a Nicéforo Pistón?

Al oír esto, la risa alegre de la joven se trocó en un amargo rictus de horrible dolor.

―¡Nicéforo! ¡Mi Nicéforo! ―gritó Azucena abrazando a su amado con el frenesí con que un náufrago abraza a un madero. Pero Nicéforo continuó impertérrito, como si estuviese petrificado mientras el vizconde chupaba frenéticamente su puro de brea.

―¡Contémplale por última vez! ¡Je, je, je, je, je! ―exclamó el sádico aristócrata señalando a su víctima con un dedo tembloroso por la ira; luego, dando un salto mortal, se postró a los pies de Azucena con gesto suplicante.

―¡Solo tú puedes salvarle entregándome tu amor y olvidando a este insignificante insecto! ¡Una palabra de tus labios y lo envío al campo para que viva feliz y engorde comiendo alfalfa!

―¡NOOO! ―aulló Azucena herida en sus más profundos y subterráneos sentimientos. Erguida cual poste telegráfico recién instalado y paladeando las palabras, lanzó el hermoso párrafo que sigue en el oído derecho del vizconde dejándole medio sordo.

»¡Sois un monstruo! ¡Sois un pillín! ¡Estuve a punto de claudicar cuando intentasteis aplastar a mi tío Constancio con vuestro tanque, pero ahora me he convencido de que toda condescendencia por mi parte es inútil! ¡Amo e idolatro a este mancebo y antes prefiero sufrir su suerte que ser la vizcondesa Polilloff!

Tanta vehemencia había en la palabras de la gentil y audaz doncella que todos los criados presentes aplaudieron a rabiar pidiendo un bis mientras el vizconde, pálido de ira, enroscaba furiosamente su bigote con las dos manos.

Entonces ocurrió un hecho insólito. Nicéforo Pistón, que hasta ese momento había permanecido callado y cabizbajo, rompió de repente todas las cadenas y sogas que le ataban y, saltando hacia una panoplia, empuñó una espada de acero vulcanizado cuya oxidada punta apoyó en el pecho del vizconde antes de que este hubiese tenido tiempo de mover un párpado.

―¡Solo eso esperaba oír de tus labios, adorada Azucena! ¡Las cosas han cambiado un poco, como ahora verás!

El vizconde trató de gritar «¡guardias!», pero la voz no salió de su aterrorizada garganta. Nicéforo Pistón le señaló la otra espada que quedaba en la panoplia. En este preciso instante dio principio el duelo a espada mohosa más importante de los registrados durante el siglo XIX. «¡Zas, zas, zas, zas!», silbaban los filos de acero rasgando el aire en busca del corazón enemigo. Chispas y juramentos salpicaban la escena de los dos hombres batiéndose con furia de tigres. La diabólica habilidad como esgrimista del vizconde contrastaba con el coraje y brío de Nicéforo, que luchaba a un promedio de mil quinientas estocadas por minuto. Azucena quería interponerse, pero el viento levantado por el fragor de la contienda no le permitió acercarse.

Los criados del vizconde contemplaban la escena, pues en el fondo deseaban una rápida victoria de Nicéforo, pero el aristócrata era muy ágil y esquivaba todos los golpes del capitán de cosacos saltando hacia adelante y hacia atrás, rechinando ferozmente su dentadura de oro y platino.


Dejemos unos instantes a los dos contendientes y veamos lo que discuten Tania y tío Constancio en una habitación secreta del palacio Polilloff.

Tío Constancio se había quitado el disfraz de carcelero y vestía su chaquetón acostumbrado, que, como ya se sabe, le sentaba como un tiro.

―Estoy inquieto, señora ―decía―. Todavía no ha llegado el funcionario.

―No os impacientéis, señor Tabarroff ―repuso Tania, que se entretenía haciendo calceta.

En esto sonaron en el umbral dos golpecitos prudentes y discretos.

―¡Ya está aquí! ―exclamó tío Constancio precipitándose hacia la puerta por la que entró el notario vestido con un chaqué negro, una bufanda amarilla y botines. Llevaba bajo el brazo un enorme montón de documentos atados con una cuerda y venía secándose el sudor de su frente con un pañuelo de hierbas medicinales.

―¡Uff! ¡Lamento mi retraso, señores! ¡Si hubiesen visto los tranvías!

―¿Trae todos los papeles? ―inquirió Constancio impaciente.


En el próximo capítulo de esta interesante y cultural obra se restablecerá la justicia y el triunfo de la bondad sobre el mal de un modo que hará llorar hasta a los recaudadores de impuestos. No se lo pierdan.


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