Capítulo XXX

Sinopsis de los 8957 capítulos anteriores:

El malvado y antipático Nicéforo Pistón, que a consecuencia de una serie de líos se ha visto obligado a devolver el título de vizconde al auténtico vizconde de Polilloff, lleno de rabia, ictericia, ira, rencor, caspa, indignación, odio, sifón y resentimiento secuestra a las tiernas hijitas del vizconde por cuyo rescate piensa pedir ochocientos cincuenta millones de rublos. Por su parte, el atribulado padre se lanza a la calle decidido a rescatar a las pequeñas, para lo cual se encamina a los barrios del hampa parisinos y penetra en el tugurio Le Fromage Rouge, frecuentado por los más tremebundos apaches y apachas de la demarcación.


—Aquí no despachamos esas bebidas norteamericanas. Le traeré aguardiente de la casa.

Y volvió al cabo de unos instantes con un vaso como un cubo lleno de un líquido turbio e inquietante que depositó encima de la mesa con aire todavía resentido.

Entretanto, el vizconde se había puesto a inspeccionar el local. Repetidamente, la atención fue reclamada por la conversación que sostenían dos tipos patibularios en una mesa próxima.

―Pues sí ―decía uno―. Ese es el plan del jefe.

―¡Es morrocotudo! ¡Y es que tiene mucha pesquis ese Nicéforo Pistón.

¡Había dicho Nicéforo Pistón!

De la impresión, el vizconde Polilloff se bebió de un trago el cubo de aguardiente. Instantáneamente experimentó la misma sensación que si se hubiese tomado para almorzar las obras completas de Alejandro Dumas en escabeche.

A los pocos instantes, el efecto producido por el infernal y deletéreo brebaje que acababa de injurgitar dio paso a otro ameno fenómeno: el vizconde tuvo una especie de sueño o alucinación en el que se veía a sí mismo convertido en un submarino y torpedeando a un trasatlántico cuyo capitán era el camarero con aire de agente de pompas fúnebres. Al final el submarino chocaba con una mina y hacía «¡bom!».

―¡Bom! ―repitió el vizconde saliendo de su aturulamiento y volviendo a la realidad.

»¡Bom! ¡Bom! ¡Bom! ―tripitió todavía algo aturdido―. ¡Soy submarino muerto!

Pero se calló avergonzado al ver que el camarero funerario le estaba contemplando con aire de reprobación.

―Ya me parecía a mí ―dijo este― que un señoritingo como usted no resistiría el aguardiente de la casa. En fin, son tres francos y cincuenta más de propina voluntaria.

Cuando el otro se hubo largado, el vizconde Polilloff se propinó a sí mismo ocho patadas en la espinilla para serenarse y volvió a prestar atención a lo que decían los dos apaches de la mesa próxima.

―Es la fija ―estaba diciendo uno de los apaches―. Lo que no se le ocurre al jefe no se le ocurre ni a Landrú.

―¿Landrú? ¿Landrú? ¿Quién fue Landrú?

―Uno de los hombres más preclaros de la humanidad humana. El genial inventor de la locomotora y el descubridor del Canal de Suez. Fue también el tipo que pronunció aquella famosa frase desde lo alto de las pirámides dirigiéndose a Cleopatra: «Veni, vidi, vinci», o sea, «Ven, vidita en bici».

―¡Cuidado que eres un tío leído, Ciempiés.

—Cultura que tie uno. Pa eso me eduqué en un colegio de pago. Pero vamos al grano.

―¿A qué grano? ¿Es que tienes un grano?

―¡Pero qué tontaina y amerluzado estás hoy! ¡Al grano, al intríngulis! A lo que te estaba diciendo del jefe. Dice que cuando cobre los ochocientos cincuenta millones de rublos del rescate, después de pagados los impuestos y los 0,35 de la póliza, nos tocarán a cada uno unos quince u once millones. ¡Va a ser la monda!

―¡Vaya vidaza que nos espera! ¡Por fin podré realizar la ilusión de mi vida: comprarme una camiseta de felpa!

―¡Je, je! Es lo que yo digo… Pero, parbleu! ¡Si ya es tardísimo! El jefe debe estar esperándonos echando sulfato de potasa. Vamos.

Y los dos apaches se levantaron y se encaminaron a la puerta en el momento que la orquesta se ponía a tocar una versión de La vaca lechera traducida al sueco.

El vizconde Polilloff se disponía a seguirles cuando una apacha que aparentaba de diecinueve a cincuenta y dos años, retratado en su semblante los estigmas del vicio traidor, se acercó a nuestro amigo y se colgó de su hombro diciendo:

―¡Ufff! Estoy hecha polva de bailar. ¡Anda guapo, págame una copa del fuerte!

―¡Lo siento, señora! ―dijo el vizconde―. En este momento no puedo entretenerme. Otro día será.

Y, después de saludar con el hongo, se dirigió hacia la puerta.

Nom de chien! ―rugió la apacha al verse rechazada―. ¡Es la primera vez que un hombre desprecia así a Lulú, la Lune! ¡Pagarás cara tu osadía!

Y, tras sacarse un puñal del tacón del zapato, Lulú lo lanzó contra el vizconde.

Pero ya este se hallaba en la calle y la mortífera arma fue a alcanzar a un honrado lechero que, junto con una vaca de su propiedad, estaba tomando un vermú en el mostrador.

¡El desdichado cayó al pavimento del suelo sin decir: «Esta vaca es mía»!

¡Cuántos horribles dramas no produce el vicio crapuloso y qué preciada virtud es la abstinencia y la oftalmología!

Pero sigamos al vizconde, el cual a su vez iba por las angostas callejuelas siguiendo cautelosamente y con cautela a los dos siniestros apaches. Estos anduvieron cinco horas y media y por fin se detuvieron ante un caserón siniestro, lúgubre y polvoriento. ¡Un caserón que daba asco!

Desde la esquina próxima el vizconde no perdía ni un átomo de los movimientos de los facinerosos. Estos llamaron con los nudillos a una carcomida puerta de cartón piedra. Desde dentro sonó una voz chirriante:

―¿Cuál es la consigna?

―Vale más pájaro en mano que un trolebús volando.

La puerta se abrió al cabo de tres o cuatro instantes y los dos apaches desaparecieron en el interior. El vizconde esperó siete u ocho instantes más y decidido a jugarse el todo por el todo se acercó a su vez y llamó.

Transcurrieron unos minutos. El corazón le daba saltos en el pecho como un canguro esquizofrénico. Allí dentro podían estar sus tiernas hijitas, pero también ―y era lo más probable― le esperaba la muerte y el defuncionamiento. Por fin volvió a sonar la voz chirriante.

―¿Cuál es la consigna?

―¡Más vale pájaro en mano que un trolebús volando! ―Respondió el vizconde.

Se abrió la puerta y, al traspasarla, nuestro amigo se encontró envuelto en la más absoluta obscuridad. La voz chirriante sonó delante de él.

―Por aquí. Sígueme.

¡Aquello se estaba poniendo como una película de Boris Karloff en tecnicolor!

Obedeciendo, el vizconde dio unos pasos. Pero de pronto el suelo faltó bajo sus pies y, después de una caída de siete metros y catorce centímetros, se pegó un porrazo de alivio al dar con un suelo de asfalto refractario.

Permaneció unos momentos insensible y, cuando abrió los ojos, el espectáculo de lo que le rodeaba era tan aterrador que hasta su bombín palideció.

Se hallaba en una cámara cuyas paredes estaba erizadas en agudos cuchillos.

De pronto sonó un chirrido ensordecedor… ¡y las paredes se pusieron en movimiento, aproximándose una a la otra!

¡Qué horror! ¡Qué espanto! ¡Qué miedo!


Cómo se está poniendo esto, ¿eh? En el próximo capítulo verán lo que es malo.


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