Capítulo XXXIV

Firme como un pedrusco de piedra en el propósito de libertar a sus tiernas hijitas secuestradas con alevosía y nocturnidad por el miserable, malvado, ruin, nauseabaundo y antipático Nicéforo Pistón, el probo vizconde Polilloff penetra en la guarida de los bandidos, donde después de un mar de peripecias encuentra a su hermano gemelo Plencesbuto, que se acaba de fugar de la cárcel en unión de otro presidiario llamado Pepe. Los tres hombres escapan a la persecución conjunta de los bandidos y de la policía (qué lío, ¿eh?) abriendo un túnel con un sacacorchos, una estilográfica, siete palillos y un pasador del cuello. Al final del túnel les aguarda una sorpresa de tamaño natural; desembocan en una habitación en la que se hallan las dos niñitas entretenidas en la amena ocupación de aporrear a uno de los secuestradores, que está atado con noventa y siete sendos nudos marineros.


—¡Hijas mías! ¡Hijitas de mi corazón! Contadme lo que os ha pasado. ¿Os han torturado mucho estos miserables?

―¡Qué va, papi! ¡Si nos hemos divertido la mar! ―repuso la más pequeña de las dos, que era la mayor y que atendía por el bello nombre de Katina―. Estos bandidos son más tontainas que darle alpiste a un canario disecado. Nos dejaron con este para que nos vigilase y le convencimos para jugar a policías y ladrones.

―¿A policías y ladrones?

―Sí. Lo demás fue coser y cantar. Cuando le tocó hacer de ladrón, nosotras, que éramos agentas del FBI, le atamos concienzudamente y desde entonces, que fue hace seis horas, le estamos dando garrotazos en el cráneo. ¿Verdad que es un juego de la mar de risa, papi?

―Tiene usted unas hijas con un talento que no se lo salta un dromedario ―declaró Pepe―. Si yo hubiese tenido unas hijas así, no me vería como me veo.

―¿Y cómo se ve usted? ―inquirió el vizconde.

―Bastante mal, porque cuando nos fugamos de la cárcel se me rompieron las hermosas gafas de plexiglás que tenía.

―Comprendo ―murmuró gravemente el vizconde, estrechándole la mano.

―Todo eso está muy bien ―intervino Plencesbuto―, pero opino que estamos perdiendo el tiempo totalmente. Lo que debemos hacer es largarnos con furia mahometana. De otro a uno momento pueden volver los bandidos y hacernos harina de soja. No hay que olvidar que son muchos más que nosotros.

―Es cierto ―dijo el vizconde―, busquemos una salida. Vamos, niñas.

―¡Un momento, papi! ¿No nos dejarás dar unos cuantos garrotazos más al tipo ese?

―No. No nos podemos entretener. Vamos.

―¡Anda, papito! En seguida estaremos listas…

―Déjelas usted ―intervino Pepe―. Ya sabe lo que son los chicos cuando tienen un capricho. A lo mejor les niega esto y le cría un complejo para toda la vida como una ballena de grande.

―¡Está bien, está bien! Pero solo diez garrotazos más, ¿eh?

―Sí, papi. Solo diez.

Las deliciosas criaturas propinaron entonces los susodichos garrotazos al amarrado bandido, que se quedó viendo la nebulosa de Andrómeda en tecnicolor, y todos partieron alegremente.

Por suerte les fue fácil hallar la salida y dos minutos después los cinco pisaban el suelo firme aunque lleno de mondas de plátano de la calle. Una vez en esta, el vizconde llamó a un taxi e hizo subir a las niñas.

―Lleve a estas niñas al Gran Hotel Metropolitano y entréguelas a mi esposa, la vizcondesa de Polilloff.

―¿Pero cómo? ¿Qué piensas hacer? ―preguntó Plencesbuto.

―¡Cumplir mi venganza, así lluevan serpientes de cascabel en escabeche! ―rugió el vizconde―. ¡Volveré a esa casa y no saldré hasta haberme hecho un frac con la piel de ese canalla de Nicéforo Pistón!

―Hermano ―dijo Plencesbuto―, esa es una empresa tan peliaguda como escalar el Himalaya con un remolque de tranvía a cuestas, lo cual quiere decir que es muy posible que te tropieces con la parca.

―Entonces será parca el destino lo ha querido ―intervino Pepe, que solía hacer prácticas de humorismo cada año bisiesto.

Después de haber reído convenientemente el chiste durante veinte minutos largos y quince cortos, Plencesbuto prosiguió:

―En consecuencia, no te puedo dejar solo en un trance así. Iré yo contigo y, lo que sea, sonará.

―Lo mismo digo ―añadió el expresidiario Pepe.

―Gracias, amigos míos ―dijo el vizconde con lágrimas en los oídos―. No esperaba menos de vosotros. Vamos.

Y, sigilosamente, los tres hombres volvieron a la mansión, donde a lo peor les esperaba la muerte. ¡Hombres así son los que impulsan el carro del progreso, de la civilización y de todo eso!

De vuelta al cuartel general de La Garra de Platino, nuestros tres amigos ―si es que ustedes no se molestan por que les llamemos amigos de dos presidarios fugitivos― subieron cautelosamente por una escalera de caracol muerta y, después de atravesar dos habitaciones desiertas y amuebladas únicamente con unas cuantas cáscaras de gambas, se detuvieron ante una puerta en la que se leía:


¡Atención! Paso a nivel

Vehículos: velocidad máxima 15 km


―¡Es un truco! No hagamos caso. ¡Adelante! ―gritó el vizconde.

Abrieron la puerta y se lanzaron dentro. Instantáneamente, seis bandidos que les estaban esperando se lanzaron a su vez encima de los recién llegados.

La batalla de Austerlitz fue una pequeña riña de vecindad al lado de la que allí se armó. El hecho es que, después de media hora de un mamporreo continuo y entusiasta, entre todos solo reunieron siete piernas y seis brazos.

Y como resulta que estas extremidades ―menos una— eran casualmente de la propiedad del vizconde Polilloff y de sus dos acompañantes, queda incuestionablemente establecido que estos últimos habían resultado finalistas.

Después de apartar los restos mortales de los bandidos a un lado, nuestros héroes siguieron adelante y tras atravesar unas cuantas habitaciones más…


¡… pero no! Esto se queda para El DDT que viene. Más páginas ahora les podrían resultar fatales y mortuorias. De modo que hasta la semana que viene.


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