Capítulo XXXVI

Sinopsis:

Como saben todos los lectores que ―unos con gafas y otros sin― han estado siguiendo esta formidable novela, el miserable Nicéforo Pistón (antes vizconde de Polilloff) había secuestrado a las tiernas hijitas del vizconde Polilloff (antes Nicéforo Pistón) con el alevoso propósito de obtener un rescate morrocotudo. Pero, después de un montón así de grande de peripecias, el probo y honrado padre consiguió rescatar a sus retoños y acorralar al antipático y malvado Nicéforo, el cual, al verse más perdido que un congrio en medio del desierto del Sahara, decidió que ya que tenía que marcharse al otro mundo lo mejor sería llevarse la mayor cantidad de gente por delante. En consecuencia, se disponía a volar la casa con una máquina infernal, cuando…

Pero vayamos por sus pasos contados.


En cuanto vio que Nicéforo hacía bajar la palanca del artefacto cargado de dinamita, Plencesbuto se tapó los oídos con el dedo y declaró:

―¡Estamos listos, amigazos! ¡No van a quedar ni los rabos!

―¡Dos momentos! ¿Qué va a hacer, insensato? ―gritó el vizconde Polilloff al malvado Nicéforo.

Este lanzó una carcajada sarcástica, sardónica y algo cochambrosa.

―¿Que qué voy a hacer yo? Eso hasta un topo miope y astigmático lo vería. ¡Voy a volar! Mejor dicho, vamos a volar todos. En cuanto el percutor entre en contacto con los cincuenta kilos de trilita y boniatos pulverizados que hay aquí dentro, va a ser la monda.

―¡Pero no seas burro, Niceforito! ―intervino la vampiresa―. ¿Has pensado en lo birrias que estaremos todos una vez defuncionados? ¡Qué pena! ―empezó a gimotear―. ¡Ahora que con el aceite de hígado de bacalao me había puesto bastante llenita!

―¡Me importa un rábano! ―manifestó Nicéforo rechinando los dientes―. ¡He dicho que vamos a volar y volaremos! ¡A la una, a las dos y a las tres!

Y bajó la palanca de la máquina infernal.

Todos cerraron los ojos y se despidieron mentalmente de la familia, de las amistades y de los conocidos de vista.

Pero, en lugar de la tremebunda explosión, solo se oyó un «¡pif!» macilento y anémico, incapaz de derribar ni a un microbio de la gripe atacado de gripe.

―¡Maldición! ¡Por ochocientos mil diablos en camiseta! ―aulló Nicéforo mesándose el cuero cabelludo―. ¡Me han engañado! ¡Me han timado! ¡Me han estraperlado! ¡En lugar de trilita, en la farmacia donde compré la bomba me pusieron serrín! ¡Pero me van a oír!

Entre tanto, todos los demás no cabían en sí de contentos al verse otra vez con vida y no hacían más que estrecharse las manos, darse palmadas en la espalda y felicitarse los unos a los otros. Incluso el expresidiario Pepe aprovechó la ocasión para dar un par de tímidos besos a la vampiresa, que por cierto se llamaba Olga Tarakokonova Pérez y tenía veintisiete años de edad y un hoyuelo en la barbilla la mar de mono.

―Vaya susto, ¿eh? ¡Menos mal que todo ha pasado ya!

―Y usted que lo diga. Dos o tres como este y es para volverse uno cardiaco y arterioesclerósico.

―Tengo los calcetines que no me llegan al cuerpo.

―Y a mí se me ha encogido el esqueleto.

―Un momento, amigos ―dijo el vizconde Polilloff―. Esto hay que celebrarlo de algún modo.

―Refulgente idea ―aprobó Plencesbuto―. Podríamos ir a tomar unas copas.

―Sé de un sitio donde tienen un Chateau Rouge 1327 antes de J. C. capaz de resucitar a una momia babilónica ―sugirió el malvado Nicéforo―. Es en La Alegre Griseta de Lyon, aquí a la vuelta de la esquina.

―Pues nada, todos a La Alegre Griseta de Lyon ―dijo el vizconde―. Yo pago.

―De ningún modo, no lo puedo permitir. Soy yo el que invito ―exclamó Nicéforo.

―Ni pensarlo, permítame que pague yo. Me causará un verdadero placer.

―Lo siento, pero insisto en pagar yo.

―Bueno, no se vayan a enfadar ahora. Que cada uno pague una ronda ―sugirió la bella Olga Tarakokonova.

―De acuerdo, no perdamos más tiempo, vamos.

―¡Olé! ¡Viva!

―¡A beber! ¡A beber y a apurar!

En medio de la más robusta euforia y cogidos del brazo, los cinco se encaminaron a La Alegre Griseta de Lyon. Apenas se habían alejado quince metros y diecinueve centímetros de la casa cuando una fenomenal explosión hizo desaparecer al edificio del mapa, dejando en su lugar un boquete que parecía la entrada del Metro para ir a las antípodas.

―¡Remosca! ―exclamó Plencesbuto―. ¡De buena nos hemos librado!

―Ahora lo comprendo todo ―dijo el malvado Nicéforo―. Era una bomba de efectos retardados. ¡Pero podían haberme avisado! ¡Qué cuerno!

Y, después de este comentario, penetraron todos en La Alegre etcétera, y a los cinco minutos estaban sentados delante de una mesa de dos patas y media levantando las copas para brindar.

―¿Por quién podríamos brindar? ―dijo entonces Plencesbuto.

Se propusieron diversas soluciones y alguien sugirió hacerlo por el Club de Huerfanitos de Peones Camineros de Islandia del Norte, pero al fin se impuso el criterio del expresidiario Pepe, que propuso brindar por la dueña del par de ojos más refulgentes y aterciopelados de todo París.

―¡Pillín! ―murmuró ruborizándose la bella Olga Tarakokonova, pues con su penetración femenil comprendió enseguida que iba por ella.

Y, llena de emoción, por debajo de la mesa le atizó una patada que le hizo cisco el tobillo y catorce metatarsos.

El agraciado con la femenil caricia iba a decir algo cuando en aquel momento se acercó a la mesa una pareja de gendarmes.

―Quedan detenidos por haberse fugado de la cárcel ―exclamó uno de ellos dirigiéndose a Pepe y a Plencesbuto.

Todos se quedaron de ladrillo refractario. ¡Hasta aquel momento no se habían dado cuenta de que los dos aludidos conservaban puestos todavía sus trajes de presidiarios! Plencesbuto fue, sin embargo, el primero en recobrar la serenidad.

―¿Presidiarios nosotros? ¡Ay, qué risa! ¿Quién se lo ha dicho?

―¡No hace falta ser un Edison, señor mío! ―contestó uno de los gendarmes.

―¿Lo dicen por el traje?

―Pues claro.

―¡Jo, jo, jo! ―empezó a reír Plencesbuto―. ¡Es la oca! ¡Es la repanocha! ¿Pero es que no ven que vamos disfrazados? Precisamente ahora íbamos al baile de disfraces que da el embajador de Turulandia. ¡Jo, jo, jo! ¡Mira que tomarnos por presidiarios de veras!

―Todo esto está muy bien, señor mío, pero tendrán que aclararlo con lejía delante del comisario. Hagan el favor de acompañarnos.

Pero en aquel instante ocurrió algo inesperado.

El malvado Nicéforo se adelantó hacia los gendarmes y dijo lo siguiente con acento prosódico:

―Señores y probos representantes de los poderes constituidos: estos dos hombres son inocentes. El único culpable soy yo y me entrego. Tienen ante ustedes a Nicéforo Pistón, el jefe de La Garra de Platino.


¿Verdad que es como para quedarse turulato? ¿Se había vuelto Nicéforo Pistón de repente más bueno que el pan blanco? ¿Se trataba de un truco alevoso?

En el próximo cuaderno lo sabrán. ¡Ah! Y además tenemos el gusto de anunciarles que esta novela está dando las últimas bocanadas. Alguna vez tenía que ser. Por otra parte, ya se estaban produciendo demasiados casos de encefalitis letárgica entre los lectores.


Anterior Siguiente