Capítulo XVI

Resumen de lo publicado:

A los pocos minutos de lo narrado en los capítulos anteriores, que no se los explicaré para que rabien un poco, Tania y Azucena se deslizaban raudamente por las calles de San Petersburgo sobre el trineo particular de Sacha Polilloff, que iba cómodamente sentado, fumando su habitual puro de regaliz contra la gripe.


—¿Qué pretendéis, señora? ―preguntó Azucena en voz baja.

―¡Cállate, insecta! ―respondió su amiga entre dientes―. ¿No te das cuenta de que el vizconde está cayendo en su propia trampa? ¡Dentro de poco estará hecho papilla! ¡Je, je, je!

―Tengo miedo ―musitó Azucena horrorizada. Pero la otra no la oyó, absorta como estaba en sus imaginaciones.

La nieve caía espesa, y a pocos pasos el criado tártaro del conde limpiaba el trineo canturreando una canción eslava traducida al gallego.

La mirada disoluta y bovina del conde se posaba repetidas veces en los rostros de las dos damas y parecía recordar algo…, pero luego una sonrisa de satisfacción cruzaba su rostro de oreja a oreja borrando toda huella de sospecha. ¡Tantas eran las víctimas del aristócrata que había perdido la cuenta de ellas y ahora no recordaba nada de nada! La bella estatuaria de Azucena le había impresionado y estaba dispuesto a conquistar el corazón tierno de aquella bella muchacha y luego estrujarlo entre sus garras como si fuese una cebolleta. Esta horrible idea le produjo hilaridad.

―¡Ja, ja, jo, ja! ―rió sarcásticamente Polilloff y, ante el asombro de las dos mujeres, aclaró mintiendo de una manera asombrosa ―No les extrañe. Es que me río de un chiste que me explicó mi aya cuando tenía cuatro años.

Después de chocar contra un poste, un carro de verduras y un elefante extraviado, el trineo paró frente a El Batracio Encantado.

El vizconde, que estaba más ágil que una lagartija, saltó a tierra con un solo pie y, tras abrir la portezuela, ayudó a descender a las dos damas.

Pocos momentos después cruzaban las puertas del salón de té más elegante de la ciudad y, rodeados por cuatrocientos músicos zíngaros que tocaban el arpa, ocuparon los tres la mesa especial de Sacha. Allí estaba el noble como en su casa.

―¡Más música! ―gritó apenas entrar en materia el vizconde quitándose los zapatos y sentándose en el borde de la mesa.

A los cuatrocientos músicos se unieron entonces ochenta y dos violinistas más.

La sala estaba radiante. Todo el mundo bailaba desesperadamente y, en lugar de confeti, se arrojaban jamones y latas de caviar. Un botiquín de urgencia asistía las contusiones más graves. Todo era lujo, derroche y dilapidación del número tres en aquel lugar exclusivo para millonarios decadentes.

Polillof no quitaba los ojos de la infeliz Azucena mientras Tania vertía medio litro de sublimado corrosivo en la copa de champaña del conde muy disimuladamente.

―¿Bebamos? ―gritó Tania después de su nefasta acción, presa de una súbita alegría. Todos levantaron sus copas y a continuación bebieron mientras Tania observaba con el rabillo de su ojo derecho cómo el vizconde apuraba su copa repleta de ponzoña hasta la última gota. Enloquecida luego por el crimen cometido, se precipitó al centro de la sala bailando sola con una escoba que se hizo traer de la cocina.

―¡Alegría, alegría! ―aulló Polilloff y luego dirigiéndose a Azucena bajito y con voz más mentolada añadió ―¡Qué hermosa es usted! ¿Bailamos?

Y, a renglón seguido, bailaron siete polcas, catorce mazurcas y un rigodón.

―¡No puedo más! ¡No puedo más! ―gemía la infeliz Azucena con los zapatos reventados y saliéndole los dedos de los pies.

―¡Ha de poder! ¡Dancemos sin parar! ¡Viva la disipación etrusca! ―rugía Sacha ebrio de amor y de sublimado.

Tania, sentada frente a la mesa, contaba los minutos que transcurrían en su cronotaquímetro montado en diamantes. ¡Habían pasado cuatro horas y el veneno no hacía ningún efecto en el organismo de Polilloff! ¡Aquel hombre parecía de amianto! «Habrá que intentar otros medios», pensaba Tania consumida por el odio, pues la primera parte de su venganza se había frustrado. Dicho lo cual, sacó una daga florentina y se puso a afilarla concienzudamente.

Mientras el baile se había suspendido unos instantes, pues tres músicos habían fallecido de tanto soplar sus trompetas, Azucena se dejó caer en su asiento completamente agotada y Polilloff, sudoroso y sediento, bebió tres botellas más de champaña.

Tania cambió entonces de táctica y, apoyándose confidencialmente en el brazo del perverso aristócrata, le habló cariñosamente:

―Sachita. Me permitís que os llame Sachita, ¿verdad? Me admira vuestro estómago. Lo tenéis a prueba de bombas de efecto retardado. La bebida no os produce molestia alguna. Sois muy hombre, Sachita.

―¿Verdad que sí? ―replicó Polilloff enrojeciendo como un tierno infante―. He de confesaros un secreto. Debido a las muchas veces que han tratado de envenenarme… por motivos particulares… un gran científico alemán me forró el estómago de aluminio. Por eso soy tan fuerte.

―¡Oh! ―exclamó Tania por decir algo―. Fijaos en Azucena, se ha quedado dormida. ¿Por qué no bailamos ahora los dos?

La orquesta había iniciado un vals jota y el vizconde, cogiendo por el talle a Tania, saltó a la pista, pero en el momento de abrazarla ella le clavó la daga florentina lentamente en el quinto espacio intercostal.

Sacha Polilloff palideció algo y se puso muy serio.

―Permitidme un momento ―dijo a Tania y se dirigió tambaleándose hacia la salida. Tania no pudo soportar su ansiedad y, espiando a su víctima, la siguió a través de varios pasillos. El vizconde perdía fuerzas por momento, pero, apoyándose en las paredes, trataba de reaccionar. Al fin se detuvo ante una puerta en la que se leía «Gerencia», de una patada la abrió y desapareció dentro.

―Mala suerte ―se dijo Tania haciendo trizas con sus finos dientes un pañuelo de artesanía―. Ahora no podré verle fallecer a mis pies. Era mi mayor ilusión.

Disimulando su creciente nerviosismo se acercó hasta la cerrada puerta y se puso a escuchar atentamente. ¿Qué oyó Tania? ¡Algo horrible, perverso malévolo y escalofriante, porque de repente chilló como tres locas y mesándose los cabellos se precipitó hacia la salida!

―Por favor, señora. ¡Que vais a pillar una escarlatina! La noche está muy fría ―dijo el portero al verla salir a la calle sin abrigo, pero Tania no le hizo caso. Dando saltos se perdió detrás de un montón de nieve. Al llegar a una esquina de la perspectiva Vidineski se detuvo, una sonrisa extraña distendió su boca.

―Tres naranjitas tiene la abuela, tres naranjitas bajo la estera ―cantó con voz meliflua y luego cerrando los ojos cayó cuan larga era sobre la nieve que la envolvió con su blanco sudario.

Tania había oído lo que el vizconde dijo al gerente de El Batracio Encantado.

―He de comunicaros algo grave ―habló la voz del vizconde.

―Mandad, excelencia ―repuso el gerente.

―Es una vergüenza ―la voz de Polilloff se había hecho firme―. ¿Es que no tenéis desinsectantes en la casa? ¡¡¡Mientras bailaba con una encantadora dama me ha picado un mosquito en la espalda!!!


¿Morirá el vizconde cruel? ¿Se congelará Tania? ¿Despertará Azucena de su sueño? ¡Aaah! La semana que viene ocurrirán cosas increíbles. No deje de leer este apasionante relato de amor y crímenes con facilidades de pago.


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