Capítulo XXVI

El resumen de los capítulos anteriores lo hemos hecho en fuga de vocales para que el lector pase al mismo tiempo un rato divertido:

Lˍs hˍjˍs dˍl vˍzcˍndˍ Sˍchˍ Pˍlˍllˍff hˍn sˍdˍ rˍptˍdˍs pˍr ˍnˍ bˍndˍ cˍpˍtˍnˍˍdˍ pˍr ˍl sˍnˍˍstrˍ Nˍcˍfˍrˍ Pˍstˍn, pˍrˍ Lˍs Hˍrmˍnˍs dˍl Sˍcˍcˍrchˍs, ˍvˍsˍdˍs pˍr Tˍnˍˍ, sˍ ˍmpˍnˍn lˍ ˍblˍgˍcˍˍn dˍ rˍscˍtˍr ˍ lˍs nˍñˍs.


San Petersburgo otra vez (¡qué lata!). La enorme y tenebrosa residencia que ocupa la razón social Los Hermanos del Sacacorchos está obscura y en silencio. De repente la puerta principal se entreabre un poco y aparece el encapuchado bajito y gordo. Observa detenidamente la calle. No pasa nadie. Solo un perro esquelético está rascándose plácidamente en una esquina.

Tras el encapuchado bajito y gordo aparece el otro más alto.

―¿Ya tienes el pliego que contiene todas las órdenes? ¿Llevas suficientes pastillas de chocolate?

―Sí, jefe ―respondió el pequeño con acento circunflejo.

―Entonces… ¡adelante y suerte!

―¡Adiós, jefe!

Y el encapuchado diminuto desapareció por la esquina más próxima saltando ágilmente por encima del perro.

A los pocos instantes, un globo aerostático se elevaba sobre la ciudad rusa perdiéndose entre las sombras de la noche. En la cesta viajaba el encapuchado, que, consultando su brújula y su mapa, se puso a maniobrar con furia unos enormes fuelles, que son los que imprimían a la aeronave la dirección deseada. Evidentemente, ir dándole a los fuelles de San Petersburgo a París resultaba algo pesado, pero los Hermanos del Sacacorchos poseían una voluntad más férrea que ochenta y nueve kilos de clavos.

Además, los miembros de esta asociación secreta ponían en práctica los métodos más modernos para llevar a cabo sus bienhechores fines. Por lo tanto, no es de extrañar que tuviesen globos, termosifones, velocípedos e incluso pianos de organillo.

La travesía del encapuchado X-219, como le llamaremos a partir de ahora, fue en extremo agotadora. Al avistar las aguas del Sena el pobre hombre tenía los brazos hechos polvo de tanto darle a los fuelles. Descansó de su penoso trabajo chupando un tronco de regaliz y contempló la gran urbe francesa que se extendía a sus pies cual manto de piedras y cascotes. Devoró luego su última pastilla de chocolate y, encendiendo una cerilla, le pegó fuego al globo. Cuando se hubo convencido de que este ardería en su totalidad saltó al espacio abriendo previamente un paracaídas de cuadros amarillos y verdes y aterrizó suavemente sobre los tejados del Louvre.

Allí dio principio a una extraña labor. Sacando unas tijeras de su bolsillo se puso a cortar el paracaídas en pequeños pedazos que fue tragándose tranquilamente. La tela estaba confeccionada con una substancia comestible y muy rica en hidratos de carbono. Además, la consigna entre los Hermanos del Sacacorchos era no dejar el más leve rastro de sus actividades.

―¡Uf! Ahora me tomaría un exprés con leche ―pensó X-219 después de finalizado su raro almuerzo.

Pero desistió de sus propósitos al recordar que las cafeteras exprés no se habían inventado todavía. Entonces, por una claraboya rota, bajó al interior del célebre museo y se entretuvo un rato contemplando a la Mona Lisa, que sonreía encantadoramente en su marco.

―¡Soc… soc… soc…!

―Socorro ―dijo el encapuchado mirando a un guardián del museo que le contemplaba a poca distancia temblando como un flan―. A ver si sabe decirlo bien. Repita conmigo: So… co… rro…

Pero el vigilante no estaba en aquellos momentos para ejercicios de pronunciación y, dando un salto de canguro, se precipitó hacia el timbre de alarma.

X-219 era un sujeto bastante filantrópico y detestaba todo acto de violencia, por lo que sintió enormemente tener que dejar sin conocimiento al guardia de un par de patadas en cada espinilla, hecho lo cual huyó con gran rapidez buscando una salida.

De esto al momento en que el encapuchado se enteró de lo que había ocurrido en el hotel de París a la familia del vizconde Polilloff, fue cosa de coser y silbar para él. Después escribió una misiva alentadora que depositó aprovechando un momento de distracción en la boca abierta de Azucena.

«Es indiscutible que las angelicales criaturas han sido raptadas por Nicéforo Pistón», reflexionaba después el X-219 escondido en una cesta de la ropa sucia del hotel. «Localizando al malvado Nicéforo Pistón encontraré a las niñas, y una de las características principales del exvizconde es que es más ruso que una balalaika. Por lo tanto, he de buscarle por las tabernas rusas, las peluquerías rusas, las casas de empeño rusas y los talleres de ebanistería rusos. Nada, nada, vamos a investigar y de paso a estirar las piernas, que se me han dormido como catorce troncos».

Pero cuando trató de salir del cesto no pudo. Estaba colgado de unos alambres en un terrado haciendo compañía a un grupo de pañuelos y calcetines húmedos y a dos camisetas de felpa. Tanta había sido la abstracción del encapuchado madurando sus planes que no se había dado cuenta de nada cuando una mujer paquidérmica le había transportado en el cesto al lavadero, le había frotado con jabón, atizado convenientemente con una pala y luego puesto a secar al sol. Debido a su capucha, la infeliz lavandera le había tomado por un mantón de Manila.

Salió como pudo de su apurada situación y, una vez en la calle, se puso a preguntar a las porteras, que es el servicio de información más valioso que se conoce. Durante todo el día vagó pregunta que te pregunta y procurando no llamar la atención con su manto y su capucha negra, para lo que se fingía corredor de una funeraria.

El crepúsculo le sorprendió cansadísimo pero triunfante. Sus pesquisas le habían llevado directamente hasta el sucio caserón medio derruido que servía de madriguera a Nicéforo Pistón y su banda de gángsters.

Como era tan pequeño, X-219 pudo trepar ágilmente por la cañería del gas hasta una ventana iluminada del edificio. Allí le esperaba la más gorda de las sorpresas.

Alrededor de una mesa pintada de negro estaba Nicéforo Pistón rodeado de toda su cuadrilla de ladrones que escuchaban atentamente las órdenes que este les dirigía.

Por un cristal roto el encapuchado pudo escuchar toda la conversación.

―¡Ya sabéis mis tremebundos y malvados propósitos! ¡Je, je, je! ―reía el cínico Nicéforo Pistón haciendo círculos imaginarios en la mesa con su puro de brea―. ¡Solo yo sé el paradero de esas niñas inmundas!

X-219 estaba horrorizado. ¡Cuán por debajo había calculado la vesania homicida del exvizconde! Ganas tuvo de saltar por la venta y estrangular a aquella hiena bigotuda con sus propias manos gordezuelas. Pero, estando los miembros de la banda, aquello equivalía a jugarse la vida al juego de la oca. Además, antes de castigar al canalla debía conocer el paradero de las dos criaturas. Pero una idea astuta le hizo morder un ladrillo para no reírse a carcajadas. Sacó una cañita del bolsillo y, pasándola a través del cristal roto, disparó un perdigón a la cabeza de Nicéforo.

Este dio un salto ante la estupefacción de todos los bandidos.

―¡Oye, Tordo! ¡Pocas bromas conmigo! ¡Para algo soy el jefe! ¡Cuerno! ―barbotó el exvizconde temblando de ira y con la boca tan llena de espuma que parecía un doble de cerveza.

El Tordo era un pelirrojo sentado frente a él que se entretenía apaciblemente poniendo y sacando el seguro a una bomba de mano.

―¡Pero si yo no he hecho nada, jefe! ―respondió asombrado.

―¡Bueno! ―concluyó Pistón con furia―. ¡Te lo advierto porque tú eres un guasón de abrigo!

Un segundo perdigón dio de lleno en el ojo derecho de Nicéforo, que era su favorito.

Con la velocidad de un rayo, este disparó entonces una ráfaga de su ametralladora de bolsillo contra el Tordo, que sin decir ni pío resbaló de su asiento hasta rodar debajo de la mesa quedando ligeramente cadáver.

―¿Alguno más con ganas de broma? ―aulló el jefe empuñando su arma humeante, mirando con ojos bizcos a los demás.

Nadie respondió. ¡Qué caramba! ¡El horno no estaba para bollos!

Una vez restablecida la calma, Nicéforo reanudó sus explicaciones, pero un nuevo perdigón rebotó en su grasienta mejilla izquierda.

Reinó un silencio sepulcral y bastante callado.

―Así que no era el Tordo, ¿eh? ¡Je, je, je, je! ―volvió a aullar el exvizconde mientras todos se iban poniendo de pie temblando como kilo y medio de gelatina.

―¡Eso viene de mi derecha! ―habló entre dientes y…

¡Ta, ta, ta, ta…!

De los bandidos situados a su derecha no quedó ni un solo superviviente para escribir un reportaje sobre el hecho.

Los bandidos de la izquierda estaban pálidos y hasta algunos tenían el rostro tecnicolor, pero se conservaban serenos y Nicéforo se tranquilizó.

―¡Pues como iba diciendo…! ―otro perdigón rebotó entonces en los dientes de chacal de su boca entreabierta.

¡Ta, ta, ta, ta…!

X-219 cerró los ojos para no ver aquello. Cuando los abrió de nuevo el exvizconde estaba solo en la estancia empuñando su ametralladora, que casi se había derretido con tantos disparos. Debajo de la mesa se amontonaban completamente extintos los que fueron miembros activos de su patibularia banda.


Como pueden ustedes ver, ya tiene acorralado al feroz e inhumano Nicéforo Pistón. ¡Pero este es un hueso duro de roer! ¿Quién vencerá? ¿Dónde están las niñas desaparecidas? ¿A cuánto asciende la pesca anual del bacalao en Escocia? ¡Morrocotudas incógnitas! ¡El próximo capítulo será trepidante! ¡Tiros! ¡Puñetazos! ¡Y pasiones volcánicas a granel! ¡Qué cosas!


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