Capítulo XXXII

Sinopsis de los capítulos anteriores:

Al intentar libertar a sus tiernas y algo escrofulosas hijitas secuestradas por el malvado Nicéforo Pistón, el noble y probo vizconde Polilloff cae en poder de la terrible banda de La Garra de Platino. Cuando está a punto de fenecer en una cámara de paredes móviles llenas de cuchillos, se hace un agujero en el suelo y aparecen dos presidiarios fugitivos. El vizconde huye con ellos por el túnel.


El infortunado vizconde se había quedado de tres piezas al ver que la cara de uno de los presidiarios fugitivos era la suya propia.

―¡Imposible! ―murmuró―. ¿Estaré viendo visiones? ¿Tendrán la culpa las lentejas con morcilla que he tomado para almorzar?

Pero de pronto la luz ―una luz fluorescente― se hizo en su cerebro.

¡Aquel presidiario fugitivo era su propio hermano! ¡Su hermano gemelo Plencescuto, desaparecido en Sebastopol en una noche de tormenta y al que todos daban por muerto!

―¡Plencescuto! ¿Eres tú?

El presidiario, que llevaba en el gorro el número 217,75, abrió a su vez unos ojos de metro y medio de circunferencia.

―¡Nicéforo! ¿Será posible?

―Ahora no soy Nicéforo, sino el vizconde Polilloff, pero esto es corto de explicar. Ya hablaremos más adelante. Ahora dame un abrazo.

Y los dos hermanos, separados hasta entonces por el destino cruel, se abrazaron estrechamente.

―¡Qué emoción, Plencesbuto, Plencesbutito! ¿Qué diría papá si nos viese ahora?

―Es cierto. ¿Qué diría papá? ¿Te acuerdas de aquella vez cuando teníamos nueve años que nos escondimos dentro de una estufa y, aunque la encendieron, estuvimos cinco horas dentro, todo para gastarle una broma?

―¡Ja, ja, ja! ¿Y aquella otra que le llenamos la bañera de cemento mientras se estaba bañando?

―¡Era para morirse de risa! ¡Qué tiempos aquellos!

―¡Y que lo digas! ¡Entonces sí que éramos felices!

―Perdonen, señores míos. ¿No podían dejar para otro día esas evocaciones familiares? No sé si se habrán dado cuenta de que la situación se está poniendo bastante birriosa. Miren hacia allí.

Los dos hermanos dirigieron el oído donde el otro presidiario les indicaba y se quedaron de piedra artificial con vetas de mármol de Carrara.

Diecisiete encapuchados y medio avanzaban por el extremo del túnel que comunicaba con la guarida de La Garra de Platino armados de hacha de abordaje, pistolas, cañones, novelas de Luis de Val y otros mortíferos instrumentos.

―¡Pronto! ¡Seguidme! ―dijo entonces Nicéforo―. ¡No podemos perder ni un semestre!

Los tres hombres echaron entonces a correr hacia el extremo del túnel en vista de que el clima allí se estaba poniendo tan insano.

Llevaban corriendo ciento treinta y cinco metros cúbicos cuando Plencesbuto lanzó una exclamación en esperanto:

―¡La policía! ―añadió―. En la cárcel han advertido nuestra fuga y nos persiguen.

En efecto. Por el otro extremo del túnel se veían avanzar cuarenta o veinte policías armados hasta las muelas.


Vaya situación, ¿eh? Pues a fastidiarse, amigos, que hasta el próximo cuaderno no podrán saber en qué para esto.


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