Capítulo XIII

Resumen de los capítulos anteriores:

San Peterburgo. El vizconde Sacha Polilloff es un mal bicho que le hace la vida imposible a todo el mundo. Una muchacha llamada Tania cae en sus redes. Conoce luego a una tal Azucena y destruye su vida cual si fuese la de un insecto. Ahora estamos narrando la truculenta odisea que le cuenta Azucena a Tania en la sección de peletería fina de unos grandes almacenes. Lean, lean.


»Mi prometido, Nicéforo Pistón, y yo caminamos largo rato cogidos de los pies sin decirnos nada. Nuestras almas estaban apesadumbradas por los tristes acontecimientos últimamente sucedidos. La miserable figura del vizconde Sacha Polilloff se interponía entre nosotros dos amenazando la paz y la felicidad de nuestro futuro hogar.

»―Huyamos a Suiza, amado mío. Allá seremos felices construyendo relojes ―pude decir al fin cayendo de rodillas a los pies de mi prometido y poniéndome la falda perdida de barro.

»―No sin antes haber hecho papilla a ese individuo en un sangriento duelo ―repuso Nicéforo con su viril y aberenjenado rostro desfigurado por la rabia, pues tenía un alto y gordo sentido del honor.

»Pero los dos sabíamos que esto era un suicidio, pues el infecto vizconde poseía el campeonato nacional de duelos a sable, espada, cuchillos de cocina y sacacorcho.

»Doblamos la esquina de la calle y vi a tío Constancio en el balcón de mi casa oteando el horizonte con su microscopio de largo alcance. Al vernos hizo un gesto de furor y se metió dentro.

»―Está impaciente por mi retraso ―aclaré a Nicéforo.

»Personalmente, nos abrió la puerta y observé que su rostro tenía una tonalidad rojo aceitunada. Esto significaba en él su máximo furor.

»―San Petersburgo, 18 de junio de 1886 ―empezó mi tío carraspeando.


Distinguido señor don Nicéforo Pistón

Ciudad

Muy señor mío:

Habiendo observado que abusa usted de la licencia concedida por mí en fecha 27 de mayo de 1886, de la que tengo oportuna constancia y en la que le autorizaba a acompañar a mi sobrina Azucena…


»―¡Cállese, viejo imbécil, o cojo un martillo y le parto en cuatro pedazos esa cabezota inmunda! ―atajó Nicéforo con suavidad, pues empezaba a estar cansado de la soporífera retórica de mi tío Constancio.

»Este quedó unos momentos perplejo y luego, sacando su monumental pañuelo de bordes tapizados, se puso en un rincón de cara a la pared llorando a lágrima viva.

»―Encima que busco palabras bonitas para hacer mi conversación agradable, me tratan como a un perro. ¡Qué culpa tengo yo si soy un Tabarroff! ―sollozaba el infeliz sacudiendo convulsivamente los hombros y haciendo surgir una inmensa polvareda de su chaquetón de terciopelo granate.

»―Pero, tío, si hemos llegado tan tarde es porque han ocurrido cosas muy graves.

»Entonces fue cuando mi tío Constancio reaccionó como un verdadero tío Constancio. Dio la vuelta repentina y se dirigió hacia mí con una sonrisa en los labios y sin huellas de lágrimas en su rostro.

»―¿Qué dices, sobrina mía? ¿Cosas graves? Ya sabes que yo soy especialista en asuntos graves. Cuéntame, que yo lo arreglaré todo. Pero vayamos por partes alícuotas. Primero explícame los prolegómenos.

»Sentados al amor de la lumbre, que estaba apagada, explicamos entonces todo lo ocurrido desde mi ida a la mansión de Sacha Polilloff hasta la providencial intervención de Nicéforo, con la que me salvó de una muerte segura. Tío Constancio nos escuchaba pensativo y con un gato disecado sobre las rodillas.

»Al terminar mi triste relato no pude ocultar mi amargura y me precipité en brazos de mi tío, que acarició suavemente mis cabellos.

»―Te has de hacer la permanente, pequeña. Tienes unos pelos que parecen cerdas. Pues sí. El asunto es más grave de lo que yo creí en un principio ―dijo mi tío levantándose de su asiento y midiendo la estancia con sus pasos―. Cinco metros. Ser enemigo del vizconde Sacha es más peligroso que dormir la siesta en la vía del tren. Cinco metros. La lucha será larga, dura, escarpada y penosa. Cinco metros. Pero tenemos la ley y la justicia de nuestra parte y eso es mucho.

»―¿Cree usted? ―preguntó Nicéforo con alborozo mal disimulado.

»―Sí, hijo ―respondió mi tío―. Conseguiré que te batas con ese villano en igualdad de derechos y condiciones.

»No era la respuesta que esperaba mi prometido, pues se tambaleó unos instantes como si tuviese una merluza, pero consiguió disimular bastante bien que los cabellos se le habían puesto de punta.

»―Confío en usted ―respondió al fin en un tono sordo y desanimado.

»Nos bebimos cada uno siete tazas de té, pues en realidad no teníamos ganas de ingerir otro alimento, y luego nos pusimos en camino al Juzgado Imperial número 73. Mi tío se había puesto su casaca y su gorra de ex empleado público con servicios honorarios. Además, llevaba bajo el brazo la obra en siete tomos Código de honor público y sus derivados y una caja de puros para sobornar al conserje.

»Mientras avanzábamos por las callejuelas procurando evitar los charcos y los perros, tío Constancio nos fue explicando su plan.

»―Ese polvoriento juzgado que vamos a visitar está regido por un antiguo compañero mío de estudios numismáticos. Hombre probo y competente, capaz de cometer un asesinato antes que burlar la ley. Este juez bondadoso como hay pocos nos ayudará. Pienso conseguir un certificado en el que conste que Nicéforo está en condiciones sociales para batirse en duelo con cualquier personalidad.

»―¡Qué bien! ―respondió Nicéforo con voz opaca.

»El Juzgado Imperial número 73 estaba situado entre una verdulería y una fábrica de churros falsos y ocupaba el piso principal a medias con una empresa de servicios fúnebres. En la puerta dormitaba colgado de una percha un conserje harapiento, cuyo patrimonio parecía ser únicamente la abundante barba que poblaba sus mejillas.

»―Buenas tardes. Tenga, para que fume un poco ―dijo mi tío Constancio entregándole la caja de puros con esa sonrisa obsequiosa que ponen las personas deseosas de un favor―. ¿Tiene la bondad de anunciarme al juez Rabanovich? Soy Constancio Tabarroff.

»Tras unos segundos de esperar sentados en el suelo, fuimos introducidos en el despacho del magistrado. En él reinaba el mayor desorden. Por todas partes se veían montones de papeles, expedientes atados con alambres de tender la ropa, tinteros rotos, etcétera.

»El juez Rabanovitch estaba acurrucado tras una enorme mesa encima de la cual había cajitas que contenían chucherías y golosinas de vendedor ambulante. Sus emolumentos como magistrado eran tan escasos que se veía obligado a vender cosas para conseguir un sobresueldo.

»―Caramelos, chufas, bombones, cigarrillos… ―carraspeó Rabanovitch mecánicamente al vernos entrar.

»Era un hombre de media edad. Unos ciento cuarenta años cumplidos o así.

»―¿No me conoces? Soy Constancio Tabarroff. Tu amigo de la infancia, ¿recuerdas?

―Sí, sí, sí… ―asintió el juez sin recordar nada―. ¿Qué desea usted?

»Mi tío, algo mosca, le expuso los pormenores de su deseo, momento en el que el magistrado aprovechó para dormitar un rato.

»―Sí, sí, sí… ―contestó al ver que mi tío había acabado y se puso a buscar entre un montón de legajos―. ¿El nombre del interfecto es…?


Continuará un día de estos. Los lectores que arrebatados por la curiosidad no puedan esperar recibirán por correo un relato de lo que va a pasar si juntamente con su dirección nos remiten trescientas ochenta y siete pesetas en billetes de mil más media libra de caramelos de los Alpes.


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