Capítulo XXII

No ponemos sinopsis a causa del mal tiempo.


—¡Todo está en regla! ¡Cuando ustedes quieran puedo proceder a su lectura!

―¡Pues andando! ―repuso Tania tirando sus labores de punto al fuego de la chimenea.

Entre tanto, arriba, el terrible desafío a espada entre Nicéforo y Sacha no tenía trazas de acabarse. Los dos contendientes jadeaban y el vizconde atacaba sin reposo con una espantosa expresión de jabalí en su demacrado rostro.

Un criado se acercó respetuosamente y carraspeó para llamar la atención del aristócrata.

―¿Qué diablos quieres? ―gritó Polilloff sin dejar de combatir.

―Un notario desea verle, alteza.

―¡Eres un cernícalo! ¿No ves que estoy ocupado?

Nicéforo detuvo su espada en el aire con un gesto arrogante.

―¡Decidle que pase! ¡Podemos aplazar el final del duelo para otra ocasión!

―¡Está bien! ¡Que entre! ―ordenó el vizconde guardándose la espada en el bolsillo de su bata.

Precedidos por el criado, entraron en el salón el notario, tío Constancio y Tania. Esta se apresuró a reunirse con Azucena, que, sentada en un sillón, bebía vodka con expresión alelada.

―Tengo que comunicaros algo horrible, señor de Polilloff ―dijo el notario encarándose al vizconde.

―¡Explicaos con rapidez porque tengo una discusión pendiente con ese caballero! ―repuso Sacha señalando a Nicéforo con un gesto despreciativo.

―Pues… debo deciros que no sois Sacha Polilloff, ni vizconde ni nada.

Un silencio sepulcral envolvió la escena con su manto. El vizconde retrocedió cuatro pasos y luego avanzó tres y se quedó con un pie en el aire.

―¡Demostradme eso! ―rugió temblando como una palmera agitada por el viento.

El notario le entregó el montón de papeles y el vizconde se puso a leer con un rápido vaivén de cabeza uniformemente acelerado. Al final levantó la vista de los documentos, que cayeron al suelo lentamente.

―¿Así que de todo esto resulta que yo soy Nicéforo Pistón y ese canalla inmundo, Sacha Polilloff, me ha de despojar de todos mis bienes y títulos?

Había en su rostro una expresión tan morrocotuda que todos los presentes bajaron la cabeza consternados a pesar suyo.

―Y aún hay más ―habló la voz aflautada del notario sacando otro papelote de su bolsillo.

―¿Más barbaridades? ¡Es lo mismo! ¡Ya todo me da igual! ¿De qué se trata?

―Pues que por una equivocación jurídica estáis también casado con este señor, Constancio Tabarroff ―repuso el notario señalando a tío Constancio, que hizo una profunda reverencia.

―¡Eso sí que no! ―rugió el nuevo Nicéforo Pistón estremeciéndose―. ¡Que me despojen de todo, pase! ¡Pero que ese viejo imbécil me obligue a fregar platos y a coserle los calcetines, nunca!

Y ante la mirada atónita de todos, el ex aristócrata se precipitó contra un ventanal gótico desapareciendo con gran estrépito a través de los cristales.

Ante el asombro general, se oyó la voz de Tania:

―¡Se ha matado! ¡Yo que le amaba en silencio! ―sollozó mesándose los cabellos con desesperación.

Sin que nadie pudiese evitarlo, Tania tomó carrerilla y se lanzó de cabeza a través de la brecha abierta en la ventana por el cuerpo del vizconde.

Un «¡oooh!» de horror brotó de los labios de los presentes.

Nadie se atrevía a mirar ante el triste espectáculo que debían ofrecer los dos cadáveres muertos, pero tío Constancio, que era un hombre de temple, se bebió un gran vaso de gaseosa para cobrar fuerzas y luego asomó lentamente la cabeza, abrió primero un ojo y luego el otro…, pero abajo no había nada, nada…

Aquella mañana primaveral la niebla se disipaba lentamente y las casas bruñidas por el rocío (qué refulgente párrafo, ¿eh?) iban perfilando sus hermosos contornos. Esto es lo que contemplaba el vizconde Sacha Polilloff (antes Nicéforo Pistón) con sus ojos soñolientos a través de la ventanilla del tren que, disminuyendo su rápida marcha, entraba por los arrabales de París. De cuando en cuando, Sacha arrojaba un montón de rublos por la ventanilla a los pobres que dormitaban junto a la vía férrea porque, al revés que el anterior vizconde, Polilloff había ganado una justa fama de bondadoso, caritativo, sencillo, amable, etcétera, etcétera.

En el vagón de superprimera especial con incrustaciones de nácar y plata Menesés viajaban además Azucena, esposa de Polilloff, y las dos hijas de ambos, Olguita y Katina. Estas roncaban plácidamente en el regazo de su madre y Sacha no pudo evitar un carcajada de felicidad al contemplarlas.

Porque han pasado cinco años desde los acontecimientos narrados en el capítulo anterior y en cinco años pueden suceder muchas cosas. Nicéforo Pistón, transformado en el vizconde Polilloff, había contraído matrimonio con su amada Azucena, del que habían nacido dos hermosas niñas. Tío Constancio se había comprado la Enciclopedia Espasa y todavía continuaba encerrado en su habitación leyendo sin parar. De Tania y Nicéforo Pistón (antes Sacha Polilloff) poco podemos decir. Desde la noche aciaga que se lanzaron por aquella ventana nadie había vuelto a saber de ellos, pero dejémonos de cosas tristes y continuemos nuestra historia.

―¡Azucena, Azucena! ―musitó Sacha Polilloff agitando suavemente a su esposa para que se despertase―. ¡Ya estamos en París!

―¡Aaah! ―suspiró Azucena desperezándose delicadamente―. ¡Soy tan dichosa que estos cinco días en tren me han resultado cortísimos!

Las dos niñas también se habían despertado y empezaron a pelearse por una cáscara de nuez que había en el suelo, pero su madre las calmó dándoles a cada una un gran pedazo de tortilla de patatas.

Siguiendo una gran curva, el tren entró en los andenes donde esperaba una gran masa de público y maleteros.

―¡Oooh! ―exclamó Azucena sacando la cabeza por la ventanilla―. ¡Cuánto se parece París a París!

―Cierto, querida ―dijo Sacha admirado de los pensamientos tan profundos de su esposa.

Una vez fuera del bullicio de la estación montaron en la tartana del Gran Hotel Metropolitano. Esta les condujo a través de una serie de rúes y bulevares. Súbitamente se detuvo y un portero negro de librea abrió la portezuela. Bajaron todos y las niñas se quedaron contemplando a un organillero que con un mono escuálido hacía las delicias de un grupo de pilletes.

―¡Déjanos quedar aquí, mamá! ―aullaron las pequeñas al unísono.

―Está bien, nenas. Quedaos un momento y luego subid, que os tengo que dar la dosis de vitamina masiva contra el raquitismo.

Sacha Polilloff y su esposa entraron en el hotel seguidos por catorce maleteros y la atenta mirada de un rostro demacrado por la miseria que no perdió detalle de la escena.

El organillero tenía un triste aspecto, sucio, sin afeitar y unos largos bigotes negrísimos que colgaban lacios de sus pálidas mejillas. Llevaba un roto chaquetón y unos pantalones deformados que sujetaba a la cintura con unas pinzas de tender la ropa. Mas a pesar de su indumentaria los gestos del organillero eran elegantes y finolis. Sin dejar de dar vueltas al manubrio del organillo, trató de sonreír a las niñas de Polilloff que se acercaban.


¿Quién es este extraño organillero? ¿Qué hace en París? El misterio y la intriga se extiende nuevamente sobre las inocentes vidas de Sacha Polilloff y su angelical familia.


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