Capítulo VI

Sinopsis en sueco de los 9 655 capítulos anteriores:

En vaxmask är också lätt att lägga på, och den är särdeles gynnsam för grå förslappad hud. Man smörjer in ansiktet väl med lanolin och penslar sedan på det smälta vaxet över hela ansiktet. Efter tio minuters tid här Vaxet styvnat och kallnat, och då tar man försiktigt bort det.


»—Que eso se lo dirá usted a todas ―pude exclamar al fin, haciendo un esfuerzo hercúleo.

»El joven del cabello rizoso se puso tristemente la mano en el pecho:

»―Le juro a usted, señorita, que lo que he dicho es la pura verdad. Se lo juro por la salud de un señor de Guadalajara que conozco y que se llama Atilano Martínez.

»La prueba de su sinceridad era concluyente. ¡Dios mío, qué emoción! Estaba tan turbada que metí el pie derecho en el oído de un señor que iba a mi lado, el cual se puso a producir juramentos en checoslovaco.

»Sin compasión para lo turulata que yo me estaba poniendo, el apuesto joven del cabello rizoso siguió diciéndome unas cosas tan bellas y conmovedoras que estoy segura de que no se las había dicho hasta ahora a ninguna mujer. Que mis labios eran de rubí, mis dientes de perlas, mi cutis de porcelana, etcétera, etcétera. Resultaba tan lírico y romántico que cinco señoras gordas que iban en la plataforma posterior se pusieron a llorar a grandes berridos y no se callaron hasta que el conductor, declarando que así no había manera de guiar al tranvía, les dio unos cuantos porrazos con la manivela.

»Total, que cuando llegamos al final del trayecto yo ya había comprendido que aquel joven era la media sandía que me tenía reservada el destino13 y sería de él o de la tumba fría.

»Cuando bajamos del tranvía me acompañó hasta casa. Había veintitrés kilómetros de distancia a paso ligero y treinta y dos andando poco a poco, pero a mí me pareció que sólo habíamos estado juntos unos cuantos segundos. ¡Y es que ya estaba más colada que litro y medio de malta!

»Por el camino me fui enterando de unos cuantos pormenores y pormayores sobre su persona la mar de interesantes. Se llamaba Nicéforo Pistón, era perito en trombones y coleccionaba orugas peludas en sus ratos de ocio. Me aseguró que poseía doscientas cuarenta y seis especies distintas, entre ellas una muy rara de Madagascar, lo cual me llenó de dulce emoción.

»Seis meses después nos amábamos con frenesí checoslovaco. Romeo y Julieta, Pablo y Virginia, Remo y Rómulo y otros tantos amantes célebres hubiesen resultado unos conocidos de vista a nuestro lado.

»Un día ―tengo el recuerdo huecograbado en el corazón porque precisamente Nicéforo había estrenado un hongo color ladrillo que le sentaba primorosamente― pasábamos delante de una tienda de artículos de cocina cuando mi amado me apretó dulcemente la mano mientras contemplaba enternecido un juego de potes de aluminio.

»―Querida ―murmuró―, querida, ¿has pensado…?

»―¿Pensado en qué, pichoncito?

»―¿No lo adivinas, mi bomboncito de chocolate?

»Aquel día debía estar yo más tonta que de costumbre porque, la verdad, aquellos potes de aluminio no me sugerían absolutamente nada.

»―No. No lo adivino, mi pastilla de café con leche.

»―¿De veras no caes?

»―No. No caigo ―declaré.

»Y al mismo tiempo resbalé en una monda de patata y, después de dar siete volteretas y media en el aire, aterricé en la copa de un tilo.

»Cuando tres cuartos de hora más tarde los bomberos me bajaron de allí, Nicéforo seguía contemplando con ternura el juego de potes de aluminio.

»―¡Mi vida! ―exclamó abrazándome apasionadamente―. ¡Qué susto me he llevado! Por un momento me pareció que sólo te pararías en el planeta Marte. Ya veía todos mis sueños desvanecidos.

»―¡Sueños! ¿Qué sueños?

»―¡Pero qué tontaina estás hoy, cariñito! ¿Qué sueños van a ser, sino los de tener un dulce, acogedor y tibio hogar con tres robustos niños, una cornucopia y dos gatos? ¡Un dulce hogar ―repitió― en el que me esperarán tus brazos amantes cuando regrese a casa por la noche agotado por la fatigosa labor del trabajo de cada día! ¡Un dulce hogar en el que…!

»―Entonces… ¿quieres decir…? ―le interrumpí, anhelante.

»―Que mañana mismo hablaré con tu tío. Nos casaremos en cuanto hayamos encontrado un piso de traspaso.

»―Por el momento, jovenzuelo, con quien debe hablar es conmigo ―dijo entonces el jefe de bomberos, que había estado oyendo nuestra conversación―. Me debe veintitrés rublos con cuarenta kopeks, más otros quince de la póliza por el salvamento de su novia, y le ruego que los liquide a tocateja pues nos hacen falta a mí y a mis bravos subordinados para ir a ver una película de la Bertini.

»―¡Veintitrés rublos! ¡Pero esto es un robo! ―aulló Nicéforo―. ¡Ni que hubiesen salvado a la reina de Saba!

»―Señor mío, es precio de orillo. De modo que pague y a otra cosa, mariposa, porque si no, le aplicaré la tarifa de salvamento de señoras gordas y entonces tendrá que pagar cuarenta y cinco rublos.

»―¡Oiga! ―salté―. ¿Es que insinúa que yo soy una señora gorda? Porque…

»―Nada de eso, señorita. Yo sólo hablé de aplicar la tarifa de las señoras gordas. Pero, para que vean que quiero darles facilidades, no hablemos más y denme veinticinco rublos.

»―¡Ni soñarlo! ―dijo Nicéforo―. Le daré cinco y van que chutan.

»―Alárguese a los siete por lo menos. Ha sido uno de los mejores salvamentos de la temporada y, además, fíjense en que llevamos los uniformes de gala.

»―He dicho que cinco y de ahí no paso.

»―Está bien, está bien ―declaró tristemente el jefe de los bomberos―. Vengan. Por culpa de su tacañería, tres de mis hombres tendrán que quedarse a la puerta del cine hasta que salgamos y les contemos la película. En fin, son cosas de la vida. ¡Qué le vamos a hacer! Que ustedes lo pasen bien, señores.

»A pesar de los propósitos de Nicéforo, la petición de mano no pudo efectuarse hasta transcurrida una semana pues mi amado se acordó de repente de que ―salvo el hongo color ladrillo, de reciente adquisición―, no poseía la indumentaria apropiada para un acto tan solemne y más teniendo en cuenta que debía enfrentarse con un hombre tan amante de los principios, la urbanidad y cortesía y las normas sociales como mi tío Constancio.

»Estos siete días los aprovechó mi amorcito para hacerse confeccionar un refulgente esmoquin de pelo de camello color violeta que daba el golpe. El sastre juró por todos sus antepasados, hasta remontarse a los reyes godos, que tal color era el que se llevaba en la alta y gorda sociedad para las peticiones de mano, aunque yo tengo la vaga sospecha de que aquel corte lo tenía en su referido tailleur desde la ya mencionada época de los reyes godos y había aprovechado la ocasión para sacudírselo de encima.

»De todas formas, mi Nicéforo quedaba bastante decorativo y, aunque de lejos parecía una berenjena gigante a causa del violeta amoratado del esmoquin, a partir de los cinco metros y treinta y dos centímetros esta impresión desaparecía para dar paso al éxtasis y el arrobo, por lo menos en lo que respecta a mí.

»En efecto, no podría negar que sentía una arroba de arrobo cuando, el día convenido, mientras espiaba tras los visillos de mi cuarto su llegada, le vi aparecer llevando un espléndido ramo de alcachofas atado con una cinta multicolor. ¡Querido Nicéforo! Estaba en todo. Había pensado en que aquel delicado y arborescente a la par que vegetal obsequio causaría una viva y favorable impresión en el ánimo de tío Constancio.

»¡Qué momento tan emocionante fue cuando Nicéforo, con su ramo de alcachofas en una mano, el hongo color ladrillo en la otra y un paraguas en la otra, avanzó al encuentro de tío Constancio y, después de inclinarse en ángulo de veintisiete grados, inquirió:

»―¿Es usted don Constancio Tabarroff con quien tengo el honor…?

»Mi tío asintió gravemente con la cabeza. Aspiró con deleite el aroma del ramo de alcachofas que le entregó Nicéforo y señaló a este un sillón. Yo contemplaba la escena medio oculta tras una apolillada cortina de terciopelo y el corazón me brincaba como un saltamontes neurasténico.

»Nicéforo tomó asiento, dejó el hongo color ladrillo encima de un busto de Napoleón XVI y, después de carraspear siete u ocho veces para aclararse la tos, entró seguidamente en materia:

»―Señor Tabarroff: no soy hombre de largos y altos discursos. Entiendo que la palabrería vacua y huera sobra en ocasiones como esta y por eso le digo sencillamente: vengo a pedirle su mano, digo, la de su sobrina. De su decisión depende la felicidad o la desdicha de dos endocardios que se aman con loco frenesí. Usted tiene la palabra.


Parece que continuará.


13 En aquellos tiempos los rusos, en lugar de su media naranja, como en todas partes, tenían su media sandía.


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