Capítulo XVII

Han pasado tres horribles años y cinco minutos desde los últimos acontecimientos narrados en el capítulo anterior. Tres años de torturas, zozobras y platos de fideos para los personajes de nuestra educativa historia, excepto para el vizconde Sacha Polilloff, que, rápidamente curado con una pomada de serpiente y estreptomicina de la puñalada que le propinó Tania, continuó dedicándose alegremente a la vida fácil y disoluta.

Tania había sido recogida inerte y congelada por un grupo de basureros dedicados a limpiar la nieve de las calles y transportada a un hospital donde se reponía muy lentamente; y Azucena, que como recordarán nuestros lectores se quedó dormida en El Batracio Encantado, fue sacada a empellones a la hora de cerrar el local y se marchó a su casa a tomarse una aspirina y quitarse aquella cataplasma de mostaza que tanto le molestaba.

Pero, se preguntarán ustedes y los dependientes de ultramarinos con más de diez años en el servicio activo, ¿qué ha sido de Nicéforo Pistón durante estos tres largos y monótonos años? Pues, como cualquier hijo de modista con taller, había sentado plaza en un batallón de cosacos de Ucrania dedicado al exterminio de ratones y era, al cabo de mil noventa y cinco días, un apuesto capitán con unos bigotes tan largos como los del disipado vizconde.

Al igual que Tania, Nicéforo estaba obsesionado por la idea de la venganza y en sus largas noches repletas de pesadillas eslavas soñaba con Sacha Polilloff hecho papilla, achichonado, pidiendo limosna, con las narices hinchadas y otras lindezas por el estilo.

―¡Capitán Pistón! ―gritó una voz decidida haciendo trizas sus hermosos ensueños de sangre y odio. Cuadrado ante la puerta y saludando militarmente, Bassily, el asistente tonto de Nicéforo le comunicaba una orden―. El comandante de la plaza desea veros ipso facto.

Tras lanzar lejos de sí el calcetín que estaba zurciendo, Nicéforo sacó su caballo de debajo de la cama18 y galopó por el pasillo hasta el despacho del comandante. Ante la puerta de su jefe descabalgó y llamó discretamente con medio nudillo.

―Adelante ―respondieron dentro, y pocos segundos después Nicéforo charlaba con un inmediato superior.

»¡Eres un valiente! ―exclamaba en aquellos momentos el comandante golpeando amistosamente con un martillo pilón las anchas espaldas de Nicéforo―. Tu compañía ha matado mil ratones y siete cucarachas más que todas las restantes. Puedes pedirme una recompensa.

―Quince días de permiso en San Petersburgo ―respondió el capitán Pistón sin titubear ni tres horas.

―¡Hum! ―reflexionó el comandante retorciendo nerviosamente sus patillas postizas hasta que se le quedaron en las manos―. Lo veo difícil. Estamos en plena campaña raticida…

―¿Diez días pues?

―Mira, ni tú ni yo. Te daré ocho días de permiso y una lata de albaricoque en conserva ―finalizó el comandante muy satisfecho de su solución. Y, uniendo la acción a la palabra, le hizo entrega del precioso regalo envuelto en papel de celofán.

El corazón de Nicéforo latía al compás de tres por cuatro cuando se dirigió a sus habitaciones dispuesto a preparar la maleta. ¡Dentro de unos pocos días se hallaría frente a frente con el maldito vizconde! ¡¡¡Podría matar en desafío al culpable de su matrimonio con el pesado y plomizo tío Constancio!!! ¡Ja, ja, ja ja!

Aquella misma noche el capitán de cosacos Pistón viajaba en el expreso de San Petersburgo aprisionando fuertemente una maleta de peluche y sentado en el farol delantero de la máquina para llegar antes.

Mientras, en la gran ciudad a la que Nicéforo se dirigía con una velocidad media de treinta y cinco kilómetros por hora, sucedían cosas que vale la pena contar despacio y con voz de bajo.

El perverso y cruel vizconde Sacha Polilloff, del cual puede decirse que no hay suficientes epítetos insultantes en los diccionarios de todas las lenguas conocidas para serle aplicados, no perdía el tiempo. Acuciado por el deseo de conquistar a la angelical y párvula Azucena, recurría a todos los medios posibles. El tipo pertenecía a esa clase de seductores que olvidan y desprecian a la mujer conquistada, pero tienen una astucia y una paciencia sin límites para acorralar a la inocente oveja que se les resiste. El humilde domicilio de Azucena y su tío Constancio se veía abrumado por los enormes y costosos presentes que el vizconde enviaba a la virtuosa muchacha día y noche sin interrupción. Entre esta y tío Constancia no daban abasto a arrojar opíparos regalos por las ventanas, pero una cadena de mozos de cuerda, mujiks, ordenanzas y botones llamaban constantemente a la puerta descargando presentes y más presentes. Desde cornucopias de platino hasta pinzas de amianto para tender ropa blanca, todo había sido ofrecido por el malévolo aristócrata que deseaba captarse el tierno corazón de la muchacha. Había comprado la casa situada frente a frente con la de Azucena y se pasaba las horas muertas observando las ventanas y tragaluces del domicilio de la muchacha con un potente telescopio. Además, había colgado en la fachada un retrato suyo de 30 × 17 metros para que cada vez que Azucena se asomase viese su perfil apolíneo y sus bigotes ondulados y perfumados con menta.

Tania poco podía hacer para ayudar a la sitiada muchacha, pues aún estaba reponiendo su destartalada salud en un sanatorio de montaña. Solo la escribía lacónicas postales cuando los sabañones le permitían mover los dedos. «¡No cedas jamás!», «¡Resiste hasta el final!» eran por regla general las misivas de la pobre Tania con letras grandes como cabezas de pajarito.

Una buena mañana estaba tío Constancio fabricando un barquito dentro de una botella de jerez y Azucena limpiando la jaula del canario cuando un estrépito terrible sacudió todo el inmueble. Pareció como si una enorme mole hubiese penetrado en el edificio y no se hubiese detenido hasta la puerta del domicilio de Azucena.

―¡Abrid! ―rugió una voz tan conocida de Azucena que esta se estremeció cual un ciprés agitado por el vendaval en la provincia de Soria.

―¡No abráis, tío! ―chilló Azucena con su voz de tiple ligera. Pero ya era tarde, porque tío Constancio había abierto la puerta y un enorme tanque de veinticinco toneladas tripulado por Sacha Polilloff se precipitó al centro de la estancia propinando un porrazo morrocotudo a tío Constancio, el cual cayó al suelo tan ancho, gordo y alto como era.

―¡Ja, ja, ja! ―rió disimuladamente el vizconde que sacaba la cabeza por una escotilla del monstruo de acero. ―¡Al fin habéis caído otra vez en mis redes, querida Azucena! ¡Esta vez sí que mi paciencia ha llegado al límite! ¡O me amáis o transformo a vuestro estúpido tío en una hermosa alfombra a base de pasarme por encima de él con este hermoso artefacto!

―¡Tra… larala… larala…!

El pesado silencio solo era turbado por el débil canturreo de tío Constancio, que estaba en el limbo a causa de una ligera contusión craneal.

―Estoy esperando una respuesta ―exclamó al cabo de hora y media el vizconde mordiéndose nerviosamente el lóbulo de la oreja derecha.

―¡Acepto! ―respondió al fin Azucena con un gesto de renunciamiento que daba miedo verla, y de un salto desapareció por la abierta escotilla del tanque.

―¡Ja, ja, ja! ―rio suavemente el vizconde con risa submarina. Y, manejando hábilmente los mandos del vehículo blindado, se lanzó hacia la salida atropellando de paso a una serie de vecinos y curiosos que se habían amontonado en la escalera para chismorrear.


¿Quién vencerá? ¿Sacha Polilloff? ¿Nicéforo? ¿El caballo siberiano? La semana siguiente saldrán todos de estas dudas tremendas.


18 Como se sabe, los cosacos emplean el caballo hasta para las más pequeñas distancias.


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