Capítulo XXV

Como recordarán nuestros lectores, en el capítulo anterior dejamos al célebre detective* dando un salto atrás al observar la cama de las niñas raptadas. ¿Qué ha visto el sagaz policía para que el horror contraiga sus facciones dándole el aspecto de un oso hormiguero?


El dedo trémulo del policía señaló un papel mugriento que, prendido de una sábana con un imperdible, había aparecido ante su vista. El vizconde se precipitó a leer con los dos ojos el contenido del anónimo, pues no era otra cosa aquel pedazo de cartón escrito con el mango de una escoba fina.


Es inútil que tratéis de dar con el paradero de las niñas. Os veréis negros para verlas. Por lo menos, así lo vemos nosotros.

La Garra de Platino


―¡La Garra de Platino! ―chilló el detective como un ratón al tiempo que unos cuantos cabellos se le ponían completamente blancos.

―Hablad. ¿Qué quiere decir eso?

Para reponerse de su espanto, el policía se bebió el agua de un jarrón de flores que había sobre una mesita. Luego dio un fuerte abrazo a Sacha Polilloff en señal de resignación, se sentó en el suelo y se dispuso a contestar.

―La Garra de Platino es el nombre empleado por la banda del más sagaz y astuto de los criminales de nuestro tiempo. Suponemos que es ruso, porque en todas partes deja manchas de vodka.

―¿Ruso, decís? ―exclamó Sacha y una terrible sospecha muy cercana a la verdad cruzó a 88,3 kilómetros por hora el cerebelo del desdichado vizconde.

―Sí, ruso. Hasta ahora se ha dedicado a dar golpes en los bancos con gran maestría. Es un cerebro privilegiado puesto al servicio del mal. En su último golpe se llevó incluso la camiseta de felpa del director del banco. Este no se dio cuenta del hecho hasta que fue a cambiársela a los ocho meses más tarde.

―¿Qué podemos hacer entonces?

―No sé, pero yo me retiro. No quiero luchar contra ese genio maléfico, mucho más listo que yo. Sé lo que son sus terribles represalias… y también tengo hijos que me piden pan y horchata de chufa.

―¡Pero no va usted a dejarme así! ¡Sería incalificable!

―Aunque sea impermeable. Lo siento mucho caballero. ¡Es la vida!

Y el policía, subiéndose el cuello de su abrigo de astracán, huyó del hotel con el rostro encarnado por la vergüenza y seguido por su pelotón de gendarmes en velocípedo.

«¿Qué hago? ¿Qué no hago?», pensaba el pobre aristócrata al quedarse solo, sujetándose con las dos manos la cabeza que le hervía como un puchero de guisantes. En un arrebato de furor abrió uno de los amplios ventanales.

―¡¡¡Si lo que queréis es dinero, tomadlo, bandidos!!! ―gritó arrojando un saco que contenía un millón de rublos en calderilla, pero solo la musiquilla de un tiovivo cercano respondió a sus lamentaciones de padre.


Al mismo tiempo que ocurren estos hechos, en los arrabales de San Petersburgo sucedían cosas también muy interesantes y estrechamente relacionadas con los acontecimientos de París, a pesar de la enorme distancia de 97 034 623 metros cúbicos que separa las dos famosas urbes.

La mano de una mujer, joven aún, pero denotando en los nudillos descarnados los estragos de la miseria, empuñó con fuerza el picaporte de una enorme puerta y llamó tres veces con intervalos de catorce segundos. Encima del portalón y en un letrerito de letras negras sobre fondo obscuro se leía: «Los Hermanos del Sacacorchos de Lapislázuli S. A.». La puerta se entreabrió un par de metros y apareció la cabeza de un encapuchado bajito y gordo.

―¿Qué deseáis, buena mujer?

―Deseo ver al jefe.

―El jefe está muy ocupado repartiendo sopa de ajo caliente entre los músicos pobres de la provincia.

―Dadle la contraseña: «El musgo es una planta criptógrama y encurbitácea».

Al conjuro de esta contraseña, el encapuchado abrió la puerta de par en par e hizo una estupenda reverencia de ochenta y tres grados.

La andrajosa mujer, que tiritaba bajo su delgado mantón de paja trenzada, fue introducida en un gran salón intensamente iluminado por un cirio grueso como la caldera de una locomotora que crepitaba en el centro de la estancia. A los pocos minutos, en el centro del cirio se abrió una puerta secreta y apareció un nuevo encapuchado, esta vez alto y delgado.

―¡Hablad! ―dijo lacónicamente, deteniéndose ante la mujer y cruzando los brazos.

―Soy Tania ―respondió esta con sencillez.

¡Tania! El encapuchado se tambaleó unos instantes y cuando recuperó el equilibrio se dedicó a examinar el rostro de la infeliz con un telescopio de bolsillo.

Realmente era Tania, pero tan cambiada por los sufrimientos y las privaciones que no parecía la misma. Incluso ahora tenía cara de llamarse Torcuata o algo así de feo.

La ofreció sentarse en un clavo que salía de la pared y, una vez cómodamente instalada, Tania empezó a hablar.

―Aquel día aciago que el entonces Sacha Polilloff desapareció de cabeza por la ventana me di cuenta de que le amaba, siempre le había amado en realidad. Así que, dispuesta a seguir su suerte a mi vez me arrojé cayendo sobre su cuerpo maltrecho, motivo por el cual yo no me hice ningún daño. Inmediatamente le trasladé en una carretilla a la casa de socorro, en donde le apreciaron lesiones múltiples de pronóstico menos difundido ―aquí Tania suspiró profundamente y el encapuchado le ofreció un vaso grande de gaseosa para que recobrase las fuerzas―. Seis meses estuve a su lado ayudándole a luchar contra la muerte y, cuando entró en la convalecencia, pareció haber cambiado para siempre, era manso como un oso domesticado. Al poco tiempo nos casamos y dimos una pequeña fiesta íntima a la que acudieron cuatro mil invitados pelmas.

En este punto del relato, Tania hizo una dolorosa pausa para ver si el encapuchado le daba más gaseosa, pero este se hizo el distraído.

―Poco tiempo después empezó a beber, a beber y a beber. De nada servían mis frases cariñosas, hasta que un día desapareció para siempre dejándome un papel encima de la mesa de la cocina con estas palabras: «Ja, ja, ja, Nicéforo».

Luego supe que se había ido a París y allí convivía con gente del hampa esa. No traté de seguirle los pasos porque sabía que era inútil, pero últimamente me he enterado de una cosa y tengo mucho miedo.

―Diga, diga ―insistió el encapuchado levantando su túnica y rascándose la planta del pie.

―Parece que el vizconde Sacha Polilloff, que es un santo, ha ido a París con su familia y el Nicéforo les va a hacer una jugarreta de miedo. ¡Les tiene un odio visigodo y carpetovetónico.

Dichas estas palabras, Tania se levantó dando su relato por concluido.

―¿Y vos? ―preguntó su interlocutor―. ¿Qué pensáis hacer?

―De mí no os preocupéis. Estoy pagando el amar a un hombre con un ladrillo refractario en lugar de corazón. Prefiero continuar mi vida miserable y olvidada de todos limpiando chimeneas a rublo por jornadas.

El encapuchado acompañó a Tania hasta la puerta y, tras despedirla con un ósculo de lástima depositado en su cerúlea frente, cerró de un tremendo portazo.

Luego se dirigió a su despacho y se puso a escribir un largo mensaje al tiempo que pedía una paloma mensajera de las más veloces al encapuchado pequeñito.


En el próximo capítulo da comienzo la terrible lucha entre Los Hermanos del Sacacorchos de Lapislázuli y La Garra de Platino. ¿Quién ganará? ¿Quién perderá? ¿Harán tablas? Va a ser algo como para chuparse el peroné.


* Para la actual edición no ha sido posible encontrar el capítulo que debería situarse entre los capítulos XXIII (DDT n.º 23) y XXV (DDT n.º 24). Es probable que se hubiese planeado incluir en el DDT Almanaque 1952, que fue publicado alrededor de esas fechas, pero en sus páginas no hay ningún contenido de este serial.


Anterior Siguiente