Capítulo XXIX

Sinopsis:

Como recordarán nuestros lectores, el agente X-219 tenía un plan, el viejo Polilloff tenía otro plan, pero el malvado Nicéforo tenía un flan, lo cual evidentemente valía bastante más. Se trataba de un esplendoroso de flan de vainilla que, en el instante de reanudar esta hermosa y edificante historia, se disponía a despachar con entusiasmo y con una cuchara.


Nicéforo Pistón se hallaba en el trascendental momento arriba indicado en el restaurante La Pescadilla Macilenta y también se hallaba en un placentero estado de ánimo. Las cosas le iban a pedir de boca y de oído. Acababa de recibir la noticia de que su último negocio fraudulento ―una falsificación de almendras garrapiñadas― le estaba produciendo ocho mil cuatrocientos dieciséis francos diarios de beneficio. Por otro lado, pensaba pedir al vizconde Polilloff ochocientos cincuenta millones de rublos por el rescate de las dos niñas raptadas.

En consecuencia, el siniestro personaje todo lo veía en tecnicolor. Este optimismo se reflejaba notoriamente en su apetito, pues después de liquidar el susodicho flan llamó la atención del camarero por el expeditivo procedimiento de echarle la zancadilla cuando cruzó por su lado llevando una fuente de estofado de ternera.

Después de dar tres vueltas y media en el aire, el camarero aterrizó artísticamente sobre el pavimento mientras la fuente con el estofado terminaba sus días sobre un chaqué de un comensal con barba que había acudido a La Pescadería Macilenta para celebrar sus bodas de plata con la profesión de vendedor de ocarinas a plazos.

No sin antes tomar nota para cobrar al vendedor de ocarinas aquella ración de estofado suplementaria, el camarero saludó respetuosamente al malvado Nicéforo, pues con el rápido y eficiente funcionamiento de su cerebelo había deducido lógicamente que solo un personaje de campanillas se habría permitido llamarle la atención de una forma tan expeditiva. En consecuencia, se cuadró en redondo e inclinándose en ángulo de cuarenta y siete grados inquirió con voz meliflua:

―¿Deseáis alguna cosa, elegantote caballero?

―Pues claro que sí, mentecato ―repuso Nicéforo―. ¿Tenéis caviar?

―Naturalmente, caballero. Un estupendísimo caviar.

―Me refiero a caviar legítimo del mar Báltico.

―Todo el caviar que recibimos es del mar Báltico. Se lo puedo garantizar al señor.

―Pero, ¿es bien fresco?

―Fresquísimo señor.

―¿Y aderezado con un poco de pimienta del Cáucaso?

―Sí, caballero. Precisamente con pimienta del Cáucaso. Estoy persuadido de que el señor lo encontrará riquísimo.

―¿Sí? ¿Riquísimo?

―Más que riquísimo. Riquísisisisisimo.

―Estupendo. Entonces tráeme un plato de judías con chorizo.

Y después de encargar el selecto manjar, el miserable Nicéforo se enfrascó en profundas reflexiones. En su cerebro infernal acababa de surgir también un plan. Un plan repelente y tumefacto.

¡Acababa de decidir que, cuando el vizconde Polilloff acudiese a pagar los ochocientos cincuenta millones del rescate, no solo no le entregaría a sus tiernas hijitas, sino que le guardaría también prisionero a él! Entonces pediría otros ochocientos cincuenta millones por soltarlo. Y Azucena, al no poder pagarlos, fallecería de dolor, de desesperación y de anginas.

Cuidado que era bestia, ¿eh?


Pero volvamos al lado del desdichado padre, víctima de la maldad humana de la humanidad. Como se recordará, había prometido solemnemente a su esposa que volvería con las dos niñas raptadas aunque para ello tuviese que ir en una ballena a rescatarlas al mismo desierto de Gobi.

Antes de salir del hotel el vizconde se detuvo un momento en el vestíbulo y, apoyándose en una hermosa mesita de caoba fabricada en la acreditada Muebles El Tallercito, se puso a pensar con detenimiento sobre el asunto. «¡Lo he dicho pronto! ¡Salvar a las niñas! Pero, ¿cómo? Y sobre todo, ¿dónde estaban estas?».

―Antes que nada ―murmuró el vizconde― necesito una pista.

»¿Dónde podría encontrar una pista? ―repitió dirigiéndose al maître, que en aquel momento estaba limpiando su monóculo con bencina y con una gamuza.

―¿Una pista? ―exclamó el servicial empleado―. Nada más fácil. La mejor pista de baile de todo París es la de Le Chat Turulato, rue du la Betterave 33. Hay tres orquestas que se relevan día y noche y un trombón que toca La viuda alegre que es un primor.

Viendo que de aquel merluzo no sacaría nada en limpio, el vizconde abandonó el hotel y se lanzó a caminar al azar. Entre tanto, su mente seguía trabajando intensamente.

Al poco rato se detuvo delante de una confitería. Entró y pidió dos reales de caramelos de menta que se puso a chupar con frenesí.

―No hay nada como la menta para las operaciones mentales ―se dijo a sí mismo. Y se puso otra vez a pensar y a chupar.

Tres cuartos de hora después se dio una palmada tan morrocotuda en la frente que le produjo hematomas de pronóstico reservado.

¡Acababa de dar en el clavo!

―¡Qué bruto soy! ―declaró―. La pista la encontraré sin duda alguna donde se reúnen los apaches y la gente del hampa esa. Y para eso nada mejor que ir a los barrios bajos. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?

Dicho lo cual se acercó a un tipo que estaba robando el escaparate de una joyería y le interpeló:

―Perdone que le interrumpa. ¿Podría decirme dónde caen los barrios bajos?

―Con mucho gusto, caballero ―dijo el otro―. Coja esta calle que se ve enfrente y que hace subida y cuando llegue usted a lo más alto entonces estará usted en los barrios bajos. Y a propósito ―añadió―, ¿no le interesaría un reloj de oro de noventa y tres rubíes completamente nuevo? Se lo daría baratísimo.

―Lo siento, pero en este momento no estoy para compras. Ya volveré otro día. Muchas gracias, señor mío.

Au revoir, monsieur.

En el tiempo en que transcurre nuestra historia no existía en todo París un lugar más siniestro que Le Fromage Rouge, el local donde penetraba el vizconde Polilloff cinco o seis ratos después de haber hablado con el activo caco desvalijador de joyerías.

Una docena de apaches y apachas bailaban lúgubre y repelentemente a los sones de una orquesta compuesta por un violón, un bombo y un acordeón al que le faltaban siete notas.

En el mostrador un tipo con cara de gorila hidrófobo servía en vasos desportillados las consumiciones, la más suave de las cuales venía a tener la misma virulencia que una mezcla de ácido sulfúrico y zotal.

El vizconde Polilloff se sentó ante una mesa vacante después de sacudir con el pañuelo los veintisiete centímetros cúbicos de polvo que había encima.

―¿Qué va a ser? ―le preguntó aproximándose un camarero con aire de enterrador cesante.

―Pues… Pues… Tráigame un vasito de leche pasteurizada ―dijo el vizconde, que nunca había bebido alcohol y que no sabía qué demonios pedir en aquella ocasión.

Al oír esto el enterrador puso la misma cara de asombro, escándalo e indignación que si le hubiesen propuesto asesinar a su propia madre por el procedimiento de frotarle el cogote con papel de lija número cuatro.

―¿Cómooo? ¿Leche qué…?

―Pasteurizada.


¡Es la oca cómo se está poniendo esto! ¿Verdad? Pues ya verán en el próximo número.


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