Capítulo XXXV

Como ya hemos explicado otras veces por la módica suma de dos pesetas, el nefasto y agropecuario Nicéforo Pistón había raptado a las tiernas e inocentes hijitas del vizconde Polilloff para exigir un rescate de ochocientos cincuenta millones de rublos con treinta y cinco céntimos. El infeliz padre, con el corazón destrozado por el dolor y con un bombín de color café con leche condensada, salió en persecución del raptor y, después de numerosas peripecias y otros sucesos similares, consiguió, con la ayuda de su hermano Plencesbuto y de otro sujeto llamado Pepe, libertar a las pequeñas.

Realizado lo cual, los tres hombres, o séase, los tres infrascritos, volvieron a la guarida de Nicéforo y de su banda con el propósito de lavar con sangre y lejía concentrada el ultraje. Después de numerosos y victoriosos mamporreos con los sicarios de Nicéforo, el vizconde y sus dos valerosos compañeros abren una puerta y…


… Ante sus ojos enturbiados por la proba indignación apareció un licencioso espectáculo: el malvado Nicéforo, luciendo una repelente corbata de felpa a cuadros verdes y amarillos, se hallaba enfrascado en dulce coloquio, o sea, que estaba coloquiando junto a un velador encima del cual estaban ubicadas tres botellas de champaña semiseco y unas copas. Al otro lado del velador se hallaba una rubia atómica con un traje de lentejuelas de aluminio y un valioso collar de ultramuces.

―¡Brindo por la mujer más fascinante del mundo y de la provincia de Badajoz! ―estaba diciendo en aquel momento Nicéforo levantando en el aire una copa del espumoso líquido.

―¡Alegría, alegría! ―gritó la mujer, que por los síntomas estaba algo chispa―. ¡Brindemos!

―¡Un momento! ―exclamó Nicéforo, que seguía tan campante porque todavía no se había dado cuenta de los otros tres―. ¡Brindemos, sí, pero al estilo del Cáucaso, tierra de los caucasianos y del amor!

Y, tras sacarse un calcetín, lo llenó a rebosar del espumeante champaña.

Después de brindar, el afrancachelado bandido se limpió los labios con el tapete de la mesa e intentó abrazar a la ya mencionada rubia atómica.

―No, querido, eso no ―exclamó ella separándole de un silletazo.

―¿Pero cómo? ―dijo el bandido―. ¿Es que ya no me amas, cariñito?

―Claro que sí, Niceforín. Lo que pasa es que no está bien, y más si nos están mirando.

―¿Que nos están mirando? ¡Tú estás turulata! ¿Quién nos está mirando?

―Esos tres tipos que sacan la cabeza por la puerta. Hace un cuarto de hora que están curioseando. ¡Luego dirán de las mujeres!

Al oír estas palabras el bandido se volvió hacia la puerta y profirió varios juramentos en checoslovaco.

El vizconde Polilloff y sus acompañantes avanzaron hasta el centro de la habitación.

En vista de lo cual, Nicéforo produjo ocho juramentos más en vascuence.

―¿Pero qué te pasa, queridito? ―inquirió la rubia, que además de atómica era algo tonta―. ¿Por qué te pones así? ¿Es que estos señores vienen a cobrar el gas?

Nicéforo lanzó a aquella mujer una fría mirada de desprecio y una patada en la espinilla que si llega a dar en el blanco se la hace polvo.

―¡Cállate, merluza! Es posible que se trate de cobrar, pero me temo que el que cobre sea yo… ¡Sin embargo ―añadió haciendo chirriar los dientes de un modo que entraba dolor de cabeza―, aún no se ha dicho la última palabra! ¡Venderé mi vida a precio de orillo!

Y, con un rápido e inesperado movimiento, se sacó del bolsillo del chaleco un pistolón que por el tamaño parecía un cañón de Marina.

Pero Plencesbuto fue más rápido que él y, tras sacarse una aspirina del bolsillo, la lanzó contra Nicéforo haciéndole saltar el arma por el aire.

―¡Maldición! ―exclamó el bandido―. ¡Pero aún no me habéis vencido! ¡Venderé mi vida a precio de orillo!

―Eso ya lo ha dicho antes. Y además estoy seguro de que es copiado. ¿Es que no se le ocurre nada más?

―¡Por Belcebú! ¡En estos momentos no estoy para gastar fósforo! ―repuso el bandido―. ¡Tengo la vida pendiente de un hilo!

―Por el hilo se saca el ovillo ―apuntó el expresidiario Pepe, que se sabía cuatro mil novecientos treinta y siete refranes y que no se perdía la ocasión para colocarlos.

―¡Es cierto, miserable! ―dijo el vizconde avanzando dos pasos y medio―. ¡Tu vida de infamias y demás va a terminar en esta misma habitación! ¡Nicéforo Pistón, antes vizconde Polilloff, ha sonado para ti la hora de la defunción mortuoria!

―¿Le hacemos ya croquetas de ternera? ―preguntó Plencesbuto remangándose los brazos y una pierna.

―De ningún modo. Esta tarea insecticida me corresponde a mí. Quiero dar a esa alimaña la oportunidad de morir como un hombre. Lucharemos a mamporros y, si uno muere, ganará el otro.

―De acuerdo ―exclamó Nicéforo aviesamente―. ¡Pero mire qué saltamontes tan mono hay a su espalda!

Y, cuando el vizconde se volvió incautamente, el miserable le atizó un puñetazo que casi se le quedó el puño dentro.

―¡Perro tumefacto! ―aulló el vizconde guardándose en el bolsillo tres o cuatro costillas que se le habían caído al suelo―. ¡Ni aun con triquiñuelas de tarugos lograrás escapar a tu suerte!

Y, después de lanzar el grito de guerra de los indios comanches, se lanzó como un tifón sobre el miserable.

Pero Nicéforo Pistón era más duro de pelar que un coco petrificado. Después de cuatro horas y diecisiete minutos los dos contendientes seguían aporreándose con edificante entusiasmo sin que la victoria se inclinase por ninguno de los dos.

―Esto empieza a ponerse pesado ―dijo la rubia atómica bostezando distraídamente―. ¿Y si fuésemos a tomar un bocadillo?

―No es mala idea ―repuso Pepe, pero luego se acordó de que en los bolsillos de su uniforme de presidiario solo guardaba cincuenta gramos de pelusa y que no podría invitar. ―¡Imposible! ―dijo para disimular―. No podemos abandonar a nuestro amigo en un trance así. Además, esto terminará un día u otro.

En efecto, ocho horas más tarde el ímpetu de la implacable lucha empezaba a decrecer. A consecuencia de su vida crapulosa y disoluta, el malvado Nicéforo no se hallaba tan en buena forma como el vizconde. Este empezaba a ganar por puntos cuando Nicéforo, separándose con un salto de su adversario, se dirigió hacia un rincón de la estancia.

―¡Ja, ja, ja! ―rio sardónicamente con acento extremeño― ¡He perdido la partida, pero no feneceré solo! ¡Todos me acompañaréis en el viaje, amiguitos!

Dio un puntapié a un biombo y todos los presentes se quedaron de piedra al ver una carga de dinamita como para volar la cordillera Carpetovetónica.

―¡Ja, ja, ja! ―rio otra vez Nicéforo empuñando la palanca que debía hacer estallar el artefacto―. Prepárense todos, que va a hacer «¡pum!».

―¡Un momento ¡No sea bestia! ¡No haga eso! ¿No ve que entonces se va a terminar la novela? ―gritó Plencesbuto.

Pero el bandido no le hizo el menor caso. Empuñó la palanca y…


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