Capítulo XVIII

En el último capítulo de los setecientos treinta y dos que van publicados, dejamos al cruel vizconde Sacha Polilloff raptando a Azucena de su domicilio en un tanque de veintisiete toneladas y media. Ahora leerán lo que hizo.


Una vez en la calle, Sacha maniobró hábilmente la pesada máquina blindada y tomó la dirección del palacio Polilloff a toda velocidad.

Pero en aquel instante un joven con aspecto de viajero cansado que portaba una maleta de peluche en su diestra se abrió paso entre la multitud de curiosos que contemplaban la extraña escena. Ni qué decir tiene que nos estamos refiriendo a Nicéforo Pistón, que acababa de llegar a San Petersburgo.

De una mirada y media se hizo cargo de la situación. Entonces sacó de su maleta un precioso ejemplar de caballo siberiano y montó en él desapareciendo velozmente tras la polvareda levantada por el tanque en su rápida huída.

A los pocos minutos había alcanzado al vehículo y, dando un salto digno de Tom Mix en su época más vitaminada, cayó sobre la torreta de mando.

Una vez sobre el tanque, Nicéforo trató de abrir la escotilla con las manos; pero sus esfuerzos no consiguieron más que aumentar las risotadas del vizconde dentro del artefacto. El capitán Pistón, que era un hombre muy meticuloso, buscó en sus bolsillos y fue sacando varias cosas heterogéneas, como un pito, una piel de serpiente, dos cromos, una barra de regaliz y… ¡al fin! ¡Un estupendo abrelatas de fabricación alemana! Inmediatamente se puso a trabajar. Al conocer los propósitos del joven, la risa sarcástica del vizconde disminuyó de tono.

―¡Maldición! ―rugió enfurecido como un tigre al ver aparecer la cuchilla de abrelatas sobre su cabeza, que hábilmente manejada (la cuchilla, no la cabeza) por Nicéforo horadaba las planchas de acero del tanque como si fuesen de margarina.

El monstruo de acero conducido por las desesperadas y fláccidas manos del enloquecido Sacha arrasaba furiosamente atropellando perros callejeros. Perdida por completo la dirección, la máquina blindada se dirigía rugiendo hacia los peligrosos acantilados de San Petersburgo.

Nicéforo trabajaba con toda la rapidez que el vaivén del tanque le permitía, pero estaba viendo que su esfuerzo sería inútil. ¡Morirían todos al precipitarse a un abismo antes de que tuviese tiempo de actuar salvando a Azucena de una muerte segura y servidora! Sin embargo, la hermosa y angelical muchacha sonreía beatíficamente en el fondo del tanque, pues Azucena, como toda señorita educada en un colegio de pago, se había desmayado al ver la faz torva y repulsiva del vizconde junto a ella.

―¡Moriremos todos! ¡Moriremos! ¡Va a ser la oca! ―canturreaba el vizconde sacándole la lengua a un ojo de Nicéforo que asomaba por la grieta del blindaje.


Pero dejemos de momento que los dos hombres continúen luchando desesperadamente y al borde de la muerte por conseguir a la suave y perfumada Azucena.

En casa de tío Constancio, de la que Sacha Polilloff acaba de salir dejándola hecha un asco con su tanque, están ocurriendo cosas que vale la pena narrar, aunque sea en vascuence, porque afectan íntimamente al futuro de nuestros protagonistas.

Cuando tío Constancio recuperó el conocimiento, lo primero que vio fue la lámpara del techo. Luego sus turbios ojos recorrieron la estancia. Todo estaba en el más completo y birrioso desorden: humildes muebles destrozados, la jaula del canario abollada y este se había escapado.

―¡Aaay! ―exclamó penosamente el anciano tratando de incorporarse, pero no pudo. Un chichón enorme sobresalía de su cabeza. Tan grande era que por mucho que estiró el brazo no logró tocar su cúspide.

»¡Aaay! ―gimió otra vez. Pero de pronto se calló como un difunto al fijarse sus ojos en algo inesperado.

Junto a tío Constancio se había producido una brecha en la pared por donde un montón de ladrillos polvorientos se asomaban ofreciendo triste aspecto. El magullado anciano introdujo su mano por el agujero para calcular la profundidad, pero en lugar de profundidad lo que encontró fue un montón de mugrientos papelotes.

―¡Anda la osa! ¡A lo mejor son los planos de un tesoro! ―se dijo tío Constancio en voz baja. Y animado con esta reconstituyente idea se levantó de un salto con la agilidad de un párvulo y tras sacar todos los papeles que encontró allá dentro empezó su lectura. A medida que deletreaba penosamente, su semblante iba cambiando de color, de rubio tornasol pasando por azul ultramar a verde ciruela; todas las tonalidades conocidas fueron cruzando gradualmente sus crispadas facciones.

»¡Hiiipi! ―gritó al terminar la lectura, dando un salto tan enorme que el chichón se le cayó al suelo―. ¡Esto es el fin de Sacha Polilloff y la dicha de mi idolatrada sobrina!


Mientras tanto, los personajes que hemos dejado en el tanque estaban pasando las de color negro humo. A Nicéforo le faltaban cinco centímetros para abrir la escotilla blindada como si fuese una lata de melocotón al natural… ¡pero sólo faltaban tres metros y seis milímetros para llegar al borde del abismo! ¡Plofff! ¡Plofff! ¡Sss! Estas palabras onomatopéyicas no indican que el tanque se haya despanzurrado al chocar contra las rocas del fondo. Sencillamente fue que en aquel preciso momento…

―¡Se acabó la gasolina! ―aulló Sacha pateando desesperadamente los mandos del vehículo blindado que había quedado inmóvil cual paquidermo fallecido de muerte natural.

En aquel instante, Nicéforo, que había conseguido saltar la tapa, penetró dentro del tanque. Nadie, ni siquiera nuestra eficiente portera, ha podido saber detalladamente lo que ocurrió allá. En aquel reducido espacio los dos hombres lucharon desesperadamente en un combate a treinta y dos asaltos. Lo único cierto es que a la media hora de pelear el estrépito cesó y del tanque brotó una figura humana hecha migas que, tambaleándose, dio unos cuantos pasos y cayó al suelo dándose un porrazo padre. Poco tiempo después otra figura siguió a la primera y dando vueltas sobre sí misma fue rodando hasta quedar tendida en el césped.

A continuación apareció Azucena. La muchacha estaba más hermosa que nunca. Claro, ella no se había pegado con nadie. Dando un saltito, salvó la distancia que la separaba del suelo y se dirigió a un bosque próximo a coger setas.

El primero en recuperar el conocimiento de los dos contendientes fue el vizconde Sacha Polilloff. De un vistazo se hizo dueño de la situación y tras sacar un silbato de oro de su bolsillo sopló con bastante fuerza para su depauperado estado. Una patrulla de guardabosques a las órdenes directas del vizconde apareció corriendo y se cuadraron en redondo ante el aristócrata.

―¡Llevaos a esa piltrafa humana y vegetal y encerradle en el calabozo más húmedo y sombrío de mi palacio! ―dijo ferozmente señalando a Nicéforo, que yacía exánime y turulato.

Contempló cómo el cuerpo de Nicéforo era transportado en vilo por los guardias, saboreando aquella deliciosa escena que satisfacía sus instintos sanguinarios. Luego compuso su indumentaria en lo que pudo, untó su bigote de brillantina fresca e imitando los movimientos de un reptil se dirigió pausadamente al bosque en donde Azucena se entretenía cogiendo hongos comestibles.


Tío Constancio no había perdido el tiempo, pues los viejos pergaminos descubiertos por él en la grieta de la pared revelaban cosas enormes. ¡Era parte del diario íntimo y secreto de la familia Polilloff escrito por la abuela materna del actual conde! Además, iban incluidos una serie de títulos de nobleza y varias facturas de la modista y del veterinario. Tío Constancio se había enterado de muchas cosas gracias a aquellos documentos encontrados milagrosamente.


¿Qué decían los documentos hallados por tío Constancio? Tenga paciencia y resignación que esta historia está tocando a su fin. El próximo capítulo será el más agitado y convulsivo de todos.


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