Capítulo V

Hoy no publicamos la sinopsis a causa del calor.


—Mi destino es sufrir cual abonado a un restaurante de 2,15 el cubierto. La vida ya no tiene aliciente para mí ―declaró la llorosa dependienta haciéndose un nudo en el peroné de la desesperación.

―Las mujeres hemos venido al mundo para padecer y para chismorrear con las vecinas ―manifestó Tania Ivanovich―. Vuestro dolor, querida niña, me recuerdo al que embargó a María Estuardo, la célebre cantante de ópera, al enterarse de que su prometido la había abandonado para ir a pescar.

―Pero mi caso es mucho más orrible, señora. Si vos supierais…

―«Orrible» se escribe con «h». Va detrás de la «i». Pero esto no importa. Contadme. Desahogad en mí vuestro atribulado pecho.

La llorosa muchacha se secó las lágrimas con un manguito de piel de camello y empezó diciendo:

―Me llamo Azucena y un mal hado ha presidido siempre mi vida.

―Es muy fastidioso un mal hado. Siempre es preferible un mantecado o, en último término, un lenguado ―dijo Tania, a la que no se le había ocurrido otro comentario ante tan lacerante dolor―. Pero seguid…

―Mi padre y mi madre murieron siete años antes de nacer yo, durante la célebre epidemia de tosferina de 1859, atropellados por un triciclo. Así, cuando vine al mundo, me encontré completamente huérfana. Por suerte se hizo cargo de mí mi tío Constancio Tabarroff, un hombre buenísimo que ha sido para mí no sólo un padre, sino también una madre, un hermano, una hermana, tres cuñados, una suegra, dos primos y un gato.

»Mi tío Constancio era oficial primero asimilado a subjefe del Negociado de Coordinadores y Transferencias Expedientales del Departamento de Cuentas Nominativas y Acumulativas de Clases Pasivas de la Dirección General de Pagos Fiduciarios a Extinguir. Era un hermoso y robusto empleo que colmaba todas sus aspiraciones, pues sólo era feliz en medio de legajos, oficios, libros registro y pólizas de 2,50. Recuerdo que en las frías noches invernales, después de cenar, nos sentábamos los dos junto al alegre fuego del hogar y, para distraerme, mi tío me leía las copias de los expedientes y de los recursos contenciosos administrativos que había cursado durante el día, lectura que alternaba con la del Escalafón de Funcionarios Técnicos y Nominales de Administración Temporal, con lo que no hay que decir que me corría una verdadera juerga.

»Así fueron pasando los años bisiestos hasta que un desdichado contratiempo trastornó por completo la vida metódica y apacible que levábamos. Un día en la oficina de mi tío hicieron algunas reformas, y una de ellas consistió en cambiar el vetusto mobiliario de los tiempos de Iván el Terrible, el noventa y nueve por cien del cual había sido ya devorado por la polilla, por otro menos cochambroso que había sido comido en un setenta por ciento.

»A mi tío le asignaron una hermosa mesa con aplicaciones de cedro y alcachofas, con lo que en un principio se puso contentísimo pues estaba muy de acuerdo con la importancia de su cargo. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que el decorativo mueble en cuestión tenía una pega: uno de los cajones no se abría.

»Precisamente era el que mi tío destinaba a guardar los importantes registros de Excepciones Indemnizables por Pagos Postergados. Mi tío luchó valerosa y tenazmente con el recalcitrante cajón. Le impregnó abundantemente de aceite, petróleo, grasa, mantequilla y crema vitaminada para el cutis, ¡pero como si no! Provisto de una sierra, tres martillos, siete berbiquís, dos cepillos y tres fórceps, le atacó por todos los lados. El trasto siguió sin ceder. Llamó a un experto en cajas de caudales por si el cajón se abría con combinación, pero ni por esas. Le aporreó, agitó, increpó e insultó, y todo siguió igual. Llegó a implorarle con lágrimas en los ojos… y nones. La lucha duró varias semanas… y nada. Al final venció el cajón por siete goles a cero. A pesar de aquel sitio en regla, seguía cerrado.

»Mi tío Constancio tomó entonces una grave determinación. No le quedaba otra en realidad para un hombre como él. Dimitió en seco y en mojado de su cuerpo.

»A causa de eso tuvimos que reducir considerablemente nuestro tren de vida, pues teníamos que subsistir exclusivamente de nuestras economías. Fue por entonces cuando cumplí diecisiete años, ocho meses y veintitrés días, y decidí que mi deber era ayudar en el mantenimiento de nuestro hogar.

»En un principio mi tío Constancio no quería ni oír hablar de tal cosa. Mi proposición le pareció tan desaforada como si le hubiese sugerido pintarse el occipucio de verde y salir a la calle con una merluza colgando del cuello en lugar de corbata.

»―Pero, ¿qué estás pensando, insensata? Desde el siglo IV, o sea, desde la invasión de los etruscos, ninguna mujer de nuestra familia ha trabajado en otra cosa que en las hacendosas y probas labores del hogar. ¿Qué es lo que pretendes, desdichada? ¿Acaso ignoras los mil nefastos peligros que acechan en el mundo a las jovencitas cándidas e inexpertas como tú? ¿Es que quieres perderte?

»―Pero, tío, ¿por qué voy a perderme? Si conozco todas las calles de San Petersburgo.

»―¡Basta! ―contestaba mi tío mordiéndose las tirillas de las botas, lo que en él era signo de viva cólera―. Eres una niña cándida y atontolinada, más ignorante que una cebolleta y mi deber es protegerte de los susodichos y ya mencionados peligros del mundo insano.

»―¡Pero, tío, eso son teorías del año de la nana! No olvide que estamos en los tiempos modernos. ¡En el año 1883!

»―¡Nana o no nana, se acabó! ¡No hablemos más del asunto!

»No obstante, seguí dándole la lata y al cabo de dos años y medio capituló, autorizándome para entrar de dependienta en estos almacenes.

»Mi nuevo género de vida abrió para mí horizontes insospechados. Cada día me enfrentaba con cosas nuevas y sorprendentes. Por ejemplo, nunca hubiese imaginado que en un tranvía que decía “Cabida máxima, cincuenta pasajeros y dos ornitólogos” pudiesen viajar, a la vez, 3987,65 personas, una de las cuales era yo, claro está. Pero el hallazgo más importante que hice fue el del amor.

»¡Oh qué cosa tan morrocotuda me pareció entonces! ¡Qué poco imaginaba que el amor está también hecho de lágrimas, penalidades y cefalalgias! ¡Se me antojaba todo tan maravilloso! ¡Y es que verdaderamente era una tontaina!

»Conocí al hombre que habría de ser el dueño de mi corazón una tarde en que regresaba a casa después de una jornada agotadora de labor. Por fortuna mi tranvía no iba nada lleno y puede acomodarme fácilmente colgándome de la barba de un señor que, a su vez, estaba suspendido de la corbata de otro señor bajito con cara de crustáceo.

»Estaba sumida en el amargo pensamiento de que aquella noche tendría también repollo para cenar cuando una voz varonil y bien timbrada sonó en mis oídos.

»―Hoy da gusto viajar en tranvía, ¿verdad, señorita? No es como otros días en que va uno prensado como un salmonete del Volga.

»Levanté la cabeza. La voz había sido elaborada por un agraciado joven de rizosos cabellos que iba sentado encima de la cabeza del propietario de mi barba.

»Me quedé cortada como un litro de leche de 1,15 y más muda que un pisapapeles de amianto. En fin, que me quedé de una pieza.

»―Espero no haberla ofendido, señorita ―añadió el joven, sonriendo graciosamente―. Antes que molestarla en lo más mínimo me arrojaría al Nevá con la pirámide de Keops atada al cuello.

»Empecé a sentir una cosa muy rara en la boca del estómago. “¡Vaya!”, me dije. “¿A que me ha hecho daño el estofado del mediodía?”.

»Pero no. No era el estofado. Era algo muy distinto. Era mi corazón virginal que despertaba al amor.

»―¡Qué linda es usted señorita! ―añadió el joven aquel―. Me recuerda a una mujer que vi en la portada de una novela de la Colección Pimpinela* en casa del dentista. Era una aristócrata de mucha prosapia que se enamoraba de un humilde violinista que también estaba pintado allí y la miraba con ojos de besugo. Me puse a leerla, pero desgraciadamente no pude saber si se casaban o no porque faltaban noventa y tres páginas.

»―¡Qué lástima! ―repuse―. ¿Y era… muy bella?

»―¡Una chica fosforescente! Pero a su lado habría resultado una gamba insepulta.

»Me azoré tanto que creo que le contesté algo parecido a esto:

»―¡Poszofruzo gau con gu fusfurut!

»―¿Qué?

»―Ascatrufio policafono coroco…

»―¿Cómooo?


Sentimos dejarles en este momento tan culminante, pero ya ven ustedes que no cabe más. Otro día será.


* La Colección Pimpinela fue una serie de novelas románticas publicada por la Editorial Bruguera. Entre sus autoras destacó Corín Tellado (1927-2009).


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