Capítulo III

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Bla, bla, bla, bla, bla y bla.


En realidad, el malvado vizconde no solo se sentía satisfecho por haber destrozado tantos incautos corazones de mujer que habían creído en sus falaces promesas de amor hechas en offset. Su insano regodeo tenía otra causa más importante.

A la fiesta iba a asistir la bella duquesita Adelaida Lechuguinsky Frascoff, hija única del príncipe de Frascoff, que tenía tanto dinero que una vez que se quiso poner a contarlo se pasó tres meses seguidos y tuvo que dejarlo porque se le hinchaba la cabeza y el médico le amenazó con una meningitis fulminante.

El malvado vizconde ya se había trazado con tinta china sus siniestros planes. Enamoraría a la princesita, se casaría con ella y envenenaría a la cuarta ocasión a su suegro con DDT. Dueño entonces de los inmensos bienes de los Frascoff, haría encerrar a la princesita en un manicomio y se marcharía a Europa a gastarse el dinero en una vida de orgías, disipación, francachelas y partidas de tute.

Estaba pensando si envenenaría al príncipe solo con estricnina o echándole también media libra de cianuro y un poco de zotal cuando el carruaje se detuvo delante de la puerta de palacio. El vizconde descendió graciosamente saltando por la ventanilla, que era la moda entre los elegantes de entonces, y se adentró en palacio.

Los salones del palacio real resplandecían de oro y pedrerías. Ebúrneas damas de sangre azul marino que lucían aturulantes trajes de terciopelo con incrustaciones de patata y esmeraldas departían con refulgentes caballeros vestidos con camisas y calzoncillos largos de felpa, aunque esto no se les veía oculto bajo sus fracs delicadamente perfumados con naftalina. Otras damas y caballeros, sentados en sendos sofás hermosamente torneados, fabricados en la acreditada manufactura Muebles El Tallercito, hablaban del tiempo y de lo cara que estaba la vida, mientras ingerían lánguidamente ultramuces y chufas del Volga.

La duquesita Adelaida, bella cual una noche de luna llena en Cáceres y dulce cual kilo y medio de caramelos de los Alpes, estaba rodeada de una nube de admiradores ―de ella y de sus millones— cuando el vizconde, cuya mirada de halcón había registrado el salón con rayos X, alcanzó a descubrirla.

―He de librarme ahora mismo de esos mentecatos ―se dijo a sí mismo el vizconde en francés. (Lo hacía así para que se viese que era una persona distinguida).

Estuvo pensando siete minutos y medio y, al cabo, una sonrisa mefistotélica, un rictus de amargura y una risa sardónica se dibujaron en su rostro.

―¡Ya lo tengo! ―se dijo.

Y produjo dos o tres silenciosas carcajadas en alemán.

Después de lo cual, llamó a un criado que circulaba por allí con una bandeja llena de copas de vino de Kiev.

―Toma, aquí tienes veinticinco rublos ―le dijo entregando un billete de diez—. Quiero gastar una broma a aquellos amigos ―añadió señalando al grupo que rodeaba a la duquesita―. Les vas a llevar estas copas y les dices que un conocido se las manda para que beban a la salud de la duquesita. Pero primero les voy a echar estos polvos inofensivos para hacer estornudar. ¡Ya verás qué risa!

Dicho lo cual, se sacó una caja del bolsillo y vertió en cada copa una cantidad de curare como para matar tres ballenas y media.

El criado se alejó y el vizconde Polilloff, mientras esperaba que el veneno hiciese su efecto, se encaminó a la biblioteca y se puso a leer el listín telefónico, que era una de sus lecturas favoritas.

La espera no fue larga. Apenas había llegado a la «ch» cuando bajo los ventanales de la biblioteca se detuvo un coche pintado de negro y del mismo bajó un sujeto macilento y lúgubre en quién el vizconde reconoció el Director General de las Pompas Fúnebres de San Petersburgo.

¡El veneno había realizado su obra!



La duquesita Adelaida, visiblemente impresionada por el repentino e inexplicable fallecimiento de sus adoradores, estaba sentada en un banco del jardín aspirando lánguidamente el perfume de un ramo de cebolletas cuando apareció el malvado vizconde retorciéndose donjuanescamente las guías de su bigote.

―¡Ah! ¿Sois vos? ―exclamó con voz argentina mientras el rostro y los zapatos se le teñían de rubor.

El vizconde de Polilloff era un sujeto tumefacto y su alma era más mala que un traje de confección para caballero de ciento cincuenta pesetas, pero hasta sus mismos enemigos le reconocían un irresistible don de fascinación que dejaba turulatas a las mujeres en menos que canta un bolígrafo.

―¿Quién si no? ―contestó sentándose al lado de la duquesita, estrechándole las manos―. ¿Quién si no? ―repitió.

―Podía ser también el cobrador del gas ―repuso la duquesita.

―¡Je, je! Que espíritu tan ingenioso el vuestro ―rio el vizconde―. ¡Pero no! ―añadió―. Nadie puede acercarse a vos como yo lo hago, con el pecho hirviente de pasión, con la sangre ardiendo en mis venas, con el corazón inflamado y con los ojos despidiendo lumbre.

Aquello más bien parecía el anuncio de un sistema de calefacción central, pero evidentemente impresionó a la duquesita, cuyo seno palpitaba aceleradamente.

―¡Decidme una sola palabra! ―siguió el vizconde―. Una sola palabra y caeré rendido a vuestros pies.

―¿Una sola palabra?

―Sí. Una sola palabra.

―«Cacodilato».

―¡No! ¡No es esa la palabra que deseo oír de vuestros labios, bella Adelaida.

―¿No os gusta? Puedo decir otra. ¿Qué os parece «gutapercha»?

―La palabra que yo quiero oír es «¡Sí!». ¡Pronunciadla! Pronunciadla de una vez o enloqueceré como un becerro. ¡Podéis hacer de mí el hombre más dichoso del universo o precipitarme en los hondos abismos infernales de la desesperación!

―¡No! ¡Eso no! ―repuso Adelaida mordiéndose el codo de emoción.

―Esta ya ha picado ―murmuró el vizconde al ver que la cosa se ponía por fin potable.

―¿Qué decís?

―Que me había quedado helado… pero vuestras palabras me han devuelto a la vida.

Y acto continuo lanzó sobre la duquesita su mirada superfascinadora de tres mil amperios que guardaba para las grandes ocasiones.

Fue el golpe final. Adelaida se abandonó dulcemente en sus brazos. El vizconde la estrechó fuertemente y se disponía a besarla cuando una bronca voz sonó en sus oídos.

―Hay Ideales. Hay hebra… Tabaco rubiooo.

El vizconde Polilloff lanzó un horrible juramento.

¡Raspucosoky trotafio! ¿Quién es el mentecato?

Echando espuma por la boca de rabia al ver estropeados sus siniestros planes, el miserable soltó a la duquesita y buscó con la mirada al intruso.

Este, que se había detenido frente al banco, era un hombre de mediana edad, con una pata de palo y un parche que le tapaba el ojo izquierdo. Llevaba suspendida del cuello una caja con paquetes de varias clases de tabaco y cajas de cerillas.

―¡Hay Ideales! ¡Tengo rubio! ―repitió.

―¿Qué haces aquí, vil infusorio, escoria humana? ―exclamó el vizconde avanzando amenazadoramente hacia él―. ¿Cómo te has atrevido a entrar a pregonar tu vil mercancía en el Palacio Real de San Petersburgo?

―¿El Palacio Real de San Petersburgo? Pero, ¿cómo? ¿Esto no es la Puerta del Sol?

―¡Pues claro que no, idiota! ¡Pedazo de becerro!

―¡Atiza! ¡Entonces he metido la pata! ¡Ya me parecía a mí que para ser esto Madrid la gente hablaba de un modo raro! ¡Como es la primera vez que salgo del pueblo a vender tabaco de estraperlo, pues me he perdido! En fin, usted disculpe caballero.

Y dicho esto, el hombre del parche en el ojo se alejó rezongando.

El vizconde volvió entonces al lado de Adelaida.

―¡Decidme, luz de mis ojos, que me amáis también con frenesí incandescente! ―murmuró en sus oídos.

―Sí. ¿A qué negarlo? ¡Os amo! ¡Os amé desde el primer momento! ¡Mi corazón quedó prendido en vuestra hermosa caída de ojos, adorado Sacha10!

―¡Oh, amor, amor, amor! ¡Dulce tormento que enajena los sentidos esos! ―recitó el vizconde mientras al mismo tiempo silbaba el tercer acto de Aída como música de fondo para hacer más efecto―. Entonces, puesto que comulgáis con mis puros y dulces sentimientos, nos podremos casar cuanto antes, ¿verdad, aterciopelada magnolia del Turquestán?


¿Continuará o no continuará? That is the question.


10 Diminutivo de Zambudio.


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