Capítulo XXIII

Como resumen de los capítulos anteriores y para no marearles más explicándolo todo, hemos de aclarar que actualmente Nicéforo Pistón es Sacha Polilloff y al revés, o sea, el viceversa ese. Por lo tanto, Nicéforo es ahora el «malo» y Sacha Polilloff, el «bueno». Los demás personajes continúan en perfecto estado de salud. Lean despacio, respirando profundamente y deletreando en voz alta, pues es la única manera de poder entender este lío padre.


—¿Qué tal, pequeñas? ¿Os gusta el mono? ―preguntó acariciando distraídamente la cabeza del animalillo.

―¡Es precioso! ―dijo Olguita torciéndole la cola―. ¡En Rusia no hay!

―¡¡¡Rusia!!! ―barbotó el vagabundo como si le hubiesen clavado un sacacorchos en el peroné―. ¿Cómo te llamas, nena?

―Olga Polilloff.

Al oír estas palabras el organillero tuvo un gesto de locura, lanzó al mono contra el suelo y este escapó aullando. Luego empezó a dar patadas a su instrumento musical hasta hacerlo trizas y a continuación pateó los restos.

―¡Polilloff! ¡Brrr! ―rugía como un energúmeno.

Tras arrancarse todos sus cabellos y los de un señor que pasaba por allí, el extraño organillero, algo repuesto de su primer ataque de rabia, se alejó mascullando imprecaciones espantosas. Después de cruzar estrechas callejuelas, se introdujo por el agujero de una alcantarilla y atravesó varios sótanos llenos de ratones, subió luego por una cuerda hasta la buhardilla de un cochambroso edificio casi derruido por los temporales y el granizo, y desde allí se trasladó pasando por un alambre de tender la ropa hasta el tejado de un almacén de curtidos abandonado. Una vez allá descansó y se entretuvo contemplando el mísero panorama de chimeneas torcidas y gatos escuálidos que se divisaba con los oídos.

Una vez repuesto de la fatiga producida por su penosa marcha, levantó una teja y de un salto se adentró en el edificio.

¡El aspecto de la habitación en donde había penetrado el vagabundo por el techo era evanescente, absurdo, irreal…! Grandes cortinajes de seda carmesí de la de antes de la guerra cubrían las paredes. Sillones forrados con gutapercha oriental estaban esparcidos por todos los rincones, el techo y el centro de la sala. Una gran mesa de ladrillo de Carrara soportaba el peso de un reluciente samovar de cobre del que brotaba un apetitoso aroma a café. El vagabundo, con gesto indiferente, echó por una ranura del samovar una moneda de dos francos y se sirvió una humeante taza de té con aguarrás al tiempo que un opulento mayordomo le frotaba la espalda con una escoba para que entrase en calor.

―¡Basta, Vassilovitch! Déjame solo. ¡Tengo que reflexionar! ―dijo el organillero propinando una patada en la región glútea al fámulo, que se alejó apresuradamente hundiéndose hasta la rodilla en la mullida alfombra persa que cubría el pavimento.

Todos ustedes habrán sentido un escalofrío de terror al darse cuenta de un triste hecho: el despiadado organillero no es otro que el exvizconde Sacha Polilloff, actualmente llamado Nicéforo Pistón. Qué cosas pasan, ¿eh?

El siniestrote personaje se tumbó en un sofá cabeza abajo para que la sangre le afluyese al cerebro y pensar mejor. Tras unos minutos de profunda meditación durante los cuales brotaron extrañas sonrisas entre sus labios cerúleos, el ahora Nicéforo se levantó otra vez y agitó fuertemente el cordón de una campanilla. Apareció el mayordomo de antes vestido con una espléndida casaca carmesí ribeteada por dibujos hechos con conchas de almejas.

―Toca generala, esclavo. Todos los miembros de la banda han de estar aquí dentro de catorce segundos y medio.

Despojándose de su casaca con cierto disgusto, el criado se arremangó los brazos y, descorriendo los pesados cortinajes, apareció un bombo de siete metros cúbicos que el sirviente golpeó con frenesí y con un martillo de platino.

Después de lo cual empezaron a brotar por todas partes hombres de aspecto patibulario que formaban en fila ante el exvizconde.

―¡Habéis de estar preparados, muchachos! ¡Los malditos Polilloff que me usurparon el título hundiéndome en la más espantosa miseria están en París! ¡Mi venganza será dantesca, o sea, que los daré para el pelo! ¡Vamos a secuestrar a las dos hijas, fruto de ese insípido matrimonio! ¡Quiero que vivan una vida tan miserable como a la que sus padres me condenaron usurpándome mis pergaminos y similares!

Un silencio sepulcral y bastante callado se hizo en la estancia.

―¿Hay alguno que se oponga a ello? ―rugió Nicéforo jugueteando con una ametralladora sintética que se sacó del bolsillo del chaleco.

―Verá, jefe… ―repuso tembloroso uno de los bandidos―. Nosotros estamos a sus órdenes para robar bancos… pero de eso a secuestrar angelitos indefen…

¡Ta, ta, ta, ta, ta, ta…!

Antes de terminar la frase, el siniestro jefe hizo uso de su arma y el bandido se dobló en siete, ligeramente cadáver.

―¿Alguno más que quiera hacer alguna observación? ―masculló el exvizconde con voz ronca y tal.

Un silencio más sepulcral que el anterior hizo estremecer de frío a todos los presentes e incluso a un cartero que pasaba por la calle.

―Bueno, bueno ―habló nuevamente dando el asunto por zanjado y extendiendo sobre el suelo un gran mapa de París en el que se veía la Torre Eiffel en construcción y todo―. Miren, muchachos, el grupo de El Reptil asaltará el hotel por aquí, mientras los de El Cráneo Machacado dormirán a la servidumbre con sus porras de amianto.

Mientras daba órdenes, Nicéforo trazaba grandes círculos sobre el plano con un lápiz fosforescente.

―Yo me reservo el agarrar las dos niñas en su camita y llevármelas en un saco de patatas. ¡Je, je, je! ―concluyó Nicéforo, y sus manos se crisparon como agujas de tender la ropa con tal expresión de crueldad que todos los maleantes retrocedieron hasta chocar con la pared.

»¡Fuera de aquí! ―rugió el malvado. ―¡Ya sabéis mis órdenes! ¡Luego os diré la hora del ataque y confrontaremos nuestros relojes!

Oído lo cual los bandidos se marcharon en fila etrusca llevándose el cuerpo inanimado de su compañero.

A las tres y cinco de la madrugada, Olguita y Katina, las hijas del vizconde Sacha Polilloff, dormían plácidamente en su camita del Gran Hotel soñando que echaban una sopa hirviendo por la espalda de su institutriz.

En la habitación contigua descansaban tranquilamente los padres con ese sueño profundo y reparador de las personas que tienen la conciencia más limpia que una sábana nueva.

De pronto un extraño y prolongado pitido en el exterior y… ¡misterioso presentimiento de madre!… Azucena abrió un ojo alarmada.

―¿Has oído eso? ―preguntó a su adorado esposo incorporándose en el lecho. Pero Sacha roncaba como un avestruz con un murmullo parecido a las cataratas del Niágara precipitándose sobre mil toneladas de hojalata.

Como el pitido no se repitió, Azucena volvió a echarse y quedó nuevamente dormida.


¡Qué risa! Completamente ofuscado y turulato por la emoción de esta robusta historia, Peñarroya* ha dibujado en este las ilustraciones correspondientes al siguiente. Al director le ha hecho tanta gracia la cosa que le ha descontado el sueldo de tres semanas, dos días, seis horas y catorce minutos aproximadamente… En fin, ¡no somos nada!


* En la edición original, cada entrega de este serial estaba acompañado de dos ilustraciones de José Peñarroya. Este comentario hace referencia al error de que, por algún motivo, el contenido de estas ilustraciones no siempre coincidía con la trama de ese número.


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