Capítulo I

Actualmente en la Plaza del Langostino Ajado de San Petersburgo se halla instalada una fábrica de caviar sintético extraído de los neumáticos viejos, una tienda de compraventa de bisoñés usados y un marmolista especializado en lápidas para tartamudos, pero en el año bisiesto de 1888, cuando comienza nuestra historia, aquel lugar era uno de los más aristocráticos y de la mayor prosapia de la hermosa ciudad de los zares.

Ocupando uno de los lados de la plaza se alzaba el palacio de estilo etrusco-dálmata-visigodo-bizantino-carpetovetónico-siberiano de los Polilloff Tabarrinski, uno de cuyos antepasados había tenido el honor de jugar una partida al mus con Catalina II, con lo cual ya se ve que no eran unos pelagatos, sino una familia de sangre tecnicolor, llena de pergaminos y árboles genealógicos por todas partes.

Una noche de diciembre en que caían copos como besugos, una joven de gran belleza pero de rostro demacrado y macilento y vestida andrajosamente, que apretaba contra sí a un niño con su cuerpecito desmedrado y enclenque, envuelto solamente en un prospecto de pastillas para la tos, se acercó con pasos tambaleantes a la puerta del palacio de los Polilloff y tiró del cordón de la campanilla.

Aún no habían transcurrido siete horas cuando se abrió la puerta y un sirviente, que vestía una relampagueante librea de mil rayas con bordados de pasamanería e incrustaciones de cacodilato de sosa, apareció en el umbral y contempló con ojos de asombro y disgusto a la muchacha.

―¿Qué es eso, pordiosera? ―gritó encolerizado―. ¿Cómo te atreves a molestar a estas horas nocturnas de la noche? ¡Por san Alejo, que no sé cómo me contengo y no…!

La muchacha le dirigió una mirada implorante.

―Necesito ver al vizconde ―exclamó con voz desfallecida como la de un abonado a un restaurante económico―. Necesito verle antes de que sea demasiado tarde.

El galoneado sirviente emitió una carcajada que se debió oír desde Sebastopol.

―¡Ja, ja, ja! ¡Ver a mi señor! ¡Qué risa! ¡Él no recibe a pordioseras como tú! Pero, además, esta noche está cenando en el restaurante El Crustáceo Fluorescente junto con sus aristocráticas amistades.

Una ráfaga cortante como una hoja de afeitar de acero magnético sopló en este momento e hizo temblar a la macilenta y harapienta joven.

―¡Por san Sergio! ¡Tengo que verle! ¡Dejadme que le espere dentro! ¡Hace tanto frío!

La vista de los bellos ojos de la mujer cubiertos de lágrimas llenó de emoción al fámulo, que después de todo también tenía su corazoncito. Se metió un codo en un oído para disimular su azoramiento y declaró:

―Yo bien quisiera, muchacha… pero mi amo me haría azotar… Es más bruto que una ballena del Cáucaso…

―En el Cáucaso no hay ballenas ―dijo la macilenta y harapienta joven―. Es una cordillera.

―Bueno, pues que un oso hormiguero del Cáucaso. La semana pasada, porque me retrasé siete octavos de segundo en contestar a su llamada, me dio tal porrazo en la cabeza con una cómoda Luis XXVI que todavía huelo a barniz.

―Las mejores y más sólidas cómodas son las de Muebles El Tallercito ―manifestó la macilenta y harapienta joven.

―Es lo que yo digo ―afirmó el criado. No dijo nada más, porque en aquel momento sonó el saltarín ruido de unas campanillas y las estrofas de una alegre canción rusa entonada a coro:

Kaschofos kotovinski.
Papisonoff apatinski.
Tolinigrado kukoff…
¡Esparadifo tipoff!
Tiliff… Tiloff…1

Instantes después un par de trineos surgieron de entre los remolinos de nieve y se detuvieron frente al palacio de los Polilloff Tabarrinski. Cuatro caballeros que vestían sendos abrigos de astracán del de a doscientos rublos el metro y que cubrían sus cerebelos con chisteras de veintisiete reflejos descendieron de ellos para ayudar a bajar a otras tantas mujeres resplandecientes de joyas de las gordas, pero, por los afeites, hasta un analfabeto hubiese podido leer los estigmas del vicio traidor, de la corrupción y de la congestión hepática. Un denso perfume de magnolias tumefactas y de aspirina llenó por unos instantes el ambiente.

Tanto los caballeros como aquellas mujerzuelas, flores de cabaré, estaban la mar de alegrotes. Habían rociado su opípara cena con abundante vodka, champaña, kirsch y litines, y el alcohol les impedía sentir los rigores de aquella temperatura de ochocientos grados bajo cero mientras la macilenta y harapienta muchacha temblaba como un lirio del valle, azotada por el cierzo cruel.

¡Horrible y repelente cuadro de las desigualdades humanas y vegetales de este universo, o séase, el cosmos!

Uno de los caballeros que más alborozo y regodeo producía tenía un caudaloso y lustroso bigote, gastaba monóculo de cristal irrompible y tenía en algunos momentos una repelente mirada de recaudador de impuestos por vía de apremio que cortaba la digestión. Al verle, la macilenta y harapienta joven se alzó a su encuentro.

―¡Sacha! ¡Sacha!2 ―gritó con voz llena de trémolos y de bacilos de la tosferina― ¡Por fin te encuentro, amado mío!

El aludido con esta alusión, que no era otro que el vizconde de Polilloff Tabarrinski, abrió los ojos y el monóculo con estupor y contempló a la macilenta figura que tenía ante sí.

―¿Qué dices, menguada pordiosera? ¿Cómo te atreves?

―¿Cómo? ¿Pero no me reconoces? ―exclamó la macilenta y harapienta joven, esta vez con la voz llena de bacilos del reuma infeccioso―. ¿No conoces a tu Tania Ivanovich Propugueff? ¿Has olvidado a tu Tania? ¡No es posible! ¡Nooo! ¡No!

El vizconde palideció levemente en ruso, pero se repuso en seguida y prorrumpió en una risa sardónica que hubiese encogido el corazón de un percebe si los percebes tuviesen corazón.

―¡Apártate, inmunda mujeruca del arroyo cochambroso y plebeyo! ¡Estás más majareta que un rebaño de cabras de Ucrania! ¡Yo no te he visto en mi vida!

La muchacha macilenta y harapienta al oír esto se puso a llorar convulsivamente, arrastrándose a los pies del malvado.

―¡Sacha! ¡Sacha!3 ¡Ya has olvidado tus juramentos de amor! ¡Oh, cruel destino! ¡Escúchame! ¡Te lo suplico! ¡No seas tan despiadado! ¡Te lo pido ―añadió mostrándole al niño que llevaba envuelto en papel― por este tierno y anémico infante, fruto de nuestros amores! ¡Dime que aún me quieres! ¡Mi padre, severo y herpético al enterarse de mi desdicha me arrojó de su casa! ¡Pero yo tenía fe en ti y en tus apasionados juramentos de amor! ¡Oh, Sacha4, he recorrido 8 754 983 verstas5 para venir a tu casa a San Petersburgo! ¿Y, para qué? ¡Para verme rechazada como una colilla de Ideales!

A todo esto, los demás habían descendido de los trineos, acercándose al grupo formado por el vizconde y la joven.

―¿Qué es esto, Sacha6? ―preguntó una de las elegantes mujeres con el rostro lleno de afeites y mareada por el estigma del vicio traidor―. ¿Qué quiere esta mendiga?

―¡Debe ser una pobre loca! ―contestó el vizconde con frío y espantoso cinismo―. En fin, no perdamos más tiempo aquí. Vamos a dentro. Nos aguarda el alegre fuego del hogar y los mejores vinos de mi bodega. ¡Tenemos que divertirnos de lo lindo!

―¡Eso! ¡A beber y a apurar!

―¡Alegría! ¡Alegría! ―gritaron las mujeres con la voz ronca por los estragos del vicio traidor.

Y la alegre compañía penetró en el palacio en medio de ruidosas risotadas mientras la macilenta y harapienta joven se desplomaba en el suelo extenuada por el dolor, la vergüenza y la fatiga.

El blanco sudario de la nieve lo cubría todo. En el reloj de la iglesia próxima sonaron veintitrés campanadas. Eran las doce y cuarto, pues el reloj era una cafetera moscovita.

De pronto la puerta del palacio de los Polilloff Tabarrinski se abrió cautelosamente y apareció el bondadoso sirviente al que ya conocemos. Llevaba un paquete en la mano.


Continuará un día de estos.


1 Tengo una vaca lechera.
No es una vaca cualquiera.
Me da leche merengada…
¡Ay, qué vaca tan salada!
Tolín, tolón…

2 Diminutivo de Apolinario.

3 Diminutivo de Tadeo.

4 Diminutivo de Fortunato.

5 Medida rusa equivalente a tres metros cúbicos.

6 Diminutivo de Sisebuto.



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