Capítulo XXXIX

Sinopsis de las varias toneladas de capítulos anteriores.

Pasan la mar de cosas.


La carta de tío Constancio solo tenía dos mis trescientos cincuenta y cinco cuartillas escritas por las dos caras, lo cual era un caso extraordinario de brevedad y concisión tratándose de él. Cuando una semana más tarde el vizconde terminó de leerla, los dos esposos tenían lágrimas en los ojos y en los oídos. El tío Constancio les echaba mucho de menos y, no teniendo a nadie a mano con suficiente estoicismo para soportar sus tabarras, languidecía y se mustiaba por momentos. No sería nada extraño que, de seguir así, cayese pronto en cama, lo cual en su caso sería por menos punto y coma, aunque esto es una cosa que no tiene importancia.

―¡Pobre y querido tío Constancio! ―suspiró Azucena.

―¡Pelmazo y plomizo tío Constancio! ―murmuró el vizconde.

―¡Miau y fu! ―produjo el gato con el que las niñas se estaban entreteniendo sacándole punta al rabo con un afilalápices.

―Debemos regresar cuanto antes a su lado ―dijo Azucena―. Además, echo de menos San Petersburgo. Quiero huir de este París desenfrenado y casquivano donde la gente es tan tonta que ni siquiera sabe decir Ochi chornia.

―¡Yo también echo de más nuestra querida ciudad! ¡Allí nos conocimos y allí me enamoré de ti. Todavía me parece estar viendo esa plataforma del tranvía donde te vi por primera vez y mi corazón empezó a hacer «bub, bub»… ¡Qué tiempos aquellos! En fin, ahora mismo salgo a encargar los billetes.

Y, en efecto, al día siguiente el vizconde, Azucena y sus hijitas tomaban el Transbadajocino, el famoso tren internacional que, desde París y pasando por Dublín, Lugo, Badajoz, El Cairo, Buenos Aires y el Iloílo, les debía dejar en San Petersburgo. Eran las tres y media de la tarde y ―detalle significativo― paseando por el andén de la estación había un señor que se llamaba Pepe.

Los cuarenta y tres primeros días de viaje transcurrieron sin ningún incidente, a no ser que se considere como tal el que las dos tiernas e inocentes niñitas pintasen a cuadros verdes y azules con pintura al óleo la cara y las ropas de un señor gordo que viajaba en el mismo compartimento, el cual, cuando se despertó, falleció de la impresión.

El día cuarenta y tres de marzo por la mañana el convoy estaba cruzando los contrafuertes de los montes Peninos cuando, repentinamente, se detuvo de repente. Instantes después apareció el revisor exclamando:

―El tren no puede continuar adelante, señores. La nieve bloquea la vía y nuestra cansada y hidrópica locomotora no tiene fuerzas para seguir adelante. Lo mejor es que se trasladen a un hotel a esperar la llegada de la primavera. Me propongo recomendarles el Waldorf Astoria. Tiene una cocina excelente y cuartos de baño individuales.

―¡Señor mío ―aulló uno de los viajeros―, o es usted idiota de nacimiento o se le ha congelado el cerebelo con estas bajas temperaturas! La cocina del Waldorf Astoria es la birria padre y, por otra parte, se da la circunstancia de que ese hotel está en Nueva York, a ocho mil kilómetros y pico de aquí.

―Lo que, unido ―dijo el vizconde interviniendo en la conversación― a que estos contornos están más despoblados que el desierto de Sahara a las doce de una noche de lluvia, hace impracticable la susodicha sugerencia y me obliga también a considerarle como tonto de la cabeza e idiota del encéfalo con mención honorífica de primera clase.

―¡Cielos! ¡Pues es cierto! ―exclamó el revisor palideciendo de color azul marino, que es como palidecen los revisores―. Entonces estamos perdidos. El tren solo lleva provisiones para una merienda de pan y chocolate esta tarde.

Al oír esto, la mayoría de todos se pusieron a llorar a lágrima viva. Verdaderamente era un fastidio tener que morir, sobre todo teniendo en cuenta que los viajeros tenían sacado el billete hasta el final.

Pasaron las horas. Ante la perspectiva de fallecer de hambre, los viajeros empezaron a hacer testamentos ológrafos y a tomar sus últimas disposiciones. Únicamente algunos de los más decididos y robustos se dedicaban a recorrer los vagones dirigiendo miradas de valoración a los pasajeros más gorditos y relucientes.

Así transcurrieron tres interminables días. De pronto, en el amanecer del cuarto se produjo una fuerte sacudida e, inexplicablemente y en medio de la alegría general, el convoy se puso en movimiento.

Instantes después el atontolinado revisor de antes penetró en el vagón dando gritos.

―¡Albricias y regodeo! Ha ocurrido algo fantástico, milagroso.

Y a renglón seguido explicó la siguiente y aturulante historia:

Un hombre vestido de presidiario y un policía que le seguía aparecieron pedaleando sendas bicicletas por la nieve y se detuvieron junto a la inmóvil máquina de tren para preguntar lo que pasaba. El maquinista les contó la tragedia y el presidiario declaró entonces: «¡Esto lo arregla Nicéforo Pistón en menos que canta un congrio!».

Dicho lo cual, ató con una cuerda la bicicleta a la locomotora y, en medio del pasmo general, se puso a pedalear con furia tan mahometana que el tren arrancaba a los pocos minutos.

―¡Nicéforo Pistón! ―exclamaron al mismo tiempo el vizconde y Azucena mirándose con los ojos de las pupilas.

―Con este último y noble gesto ha redimido toda su vida de maldades ―añadió el vizconde con acento circunflejo.

Y abrazó tiernamente a su esposa. Los dos se pusieron a contemplar en silencio el panorama que huía por la ventanilla del tren. En el horizonte se recortaban las siluetas de Nicéforo y de su guardián pedaleando en la nieve. Azucena suspiró profundamente. Se habían acabado todas las penalidades. Ahora les esperaba una vida muelle y plácida al lado de tío Constancio que, todas las noches junto al alegre fuego del hogar, les leería de sobremesa uno o dos tomos del Escalafón de empleados temporeros del Cuerpo Pericial de Vistas de Aduanas Colegiados.


Fin


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