Capítulo XXXIII

Al intentar libertar a sus tiernas hijitas raptadas por el diabólico Nicéforo Pistón, el bondadoso y probo vizconde Polilloff está a punto de morir defuncionado en la guarida de la banda La Garra de Platino. Sin embargo, gracias a un cúmulo, o séase, un montón así de grande de extrañas circunstancias, consigue huir por un túnel en compañía de dos presidiarios, uno de los cuales resulta ser su hermano Plencesbuto, al que no había visto desde la guerra de Troya. No obstante, el regodeo de los tres hombres dura menos que un traje para caballero de cien pesetas. Por uno de los extremos del túnel aparecen los sicarios de Nicéforo decididos a hacerles sopa de letras mientras que por la otra punta avanza la policía dispuesta a echar el guante a los presidiarios. ¡Una situación como para filmarla en tecnicolor!


Plencesbuto se quitó el gorro de presidiario y, con un trozo de papel de lija del número seis, se rascó el cráneo, algo que hacía siempre en los momentos de gran preocupación.

―¡Vaya! ¡Es una situación como para filmarla en tecnicolor!

―Eso ya lo ha dicho el autor en la sinopsis. ¡No hay que ser tan pejario! ―dijo el otro presidario que presumía de intelectual desde que en el curso de una de sus numerosas condenas se había leído íntegro el Escalafón de las clases pasivas del cuerpo pericial de aduanas del año 1854.

―Querrá decir plagiario, amigo ―le hizo observar el vizconde.

―Sí, claro: plogirio.

―¡No! Plagiario.

―¡Eso, plugerio!

―Será mejor que lo dejemos para otro día ―intervino Plencesbuto―, no sé si os dais cuenta de que nuestros perseguidores están solo a cincuenta metros cúbicos de nosotros.

―¡Es cierto! ¡Estamos perdidos!

―¡Estamos listos!

―¡Estamos para el arrastre!

―¡Dos momentos! ―dijo el otro presidiario―. ¡El destino no ha dicho aún su última palabra! ¡Aun en los casos más desesperados existe la salvación!

―¡Hermosa frase! ―comentó el vizconde Polilloff―. Pero me gustaría saber qué porras es lo que nos puede salvar ahora.

―¡La penicilina! ¡He oído que hace milagros en las situaciones más desesperadas! A un primo mío que ya tenía un pie en la tumba…

―Señor mío ―declaró entonces el vizconde al ver que el otro era tonto, idiota e imbécil del encéfalo―. No perdamos el tiempo en discusiones. Tengo una idea: si las dos puntas de este túnel están bloqueadas, nadie nos impide abrir otro ramal y esfumarnos.

―¡Es cierto! ―dijo Plencesbuto―. ¡Es una idea de canela en ramal!

Pero el entusiasmo de Plencesbuto descendió de repente a trescientos diecisiete grados Réaumur.

―Eso del ramal está muy bien, ¿pero cómo diablos vamos a abrirlo?

―Con este sacacorchos ―contestó el vizconde sacándose uno de bolsillo―. Me lo llevé distraídamente el viernes pasado del comedor del hotel… Usted, amigo, que es el más bruto de todos ―añadió dirigiéndose al otro presidario―, resulta más adecuado para esta labor. Empiece a perforar con él hacia arriba y no se detenga hasta ver la luz del sol o por lo menos una bombilla de veinticinco bujías.

El aludido, que ahora podemos revelar que se llamaba Pepe, se sopló las manos, tomó el instrumento y empezó a agujerear la piedra.

Trabajaba con tal entusiasmo que empezaron a saltar chispas del duro granito.

―¡Vaya trabajito! ¡No es granito de anís! ―comentó el vizconde, que no pudo evitar este tumefacto chiste brotase de su subconsciente.

Por suerte Pepe no le oyó, enfrascado en su labor. De lo contrario, solo Dios sabe lo que podría haber pasado allí. El caso es que el nuevo túnel adelantaba que era un primor. Al cabo de media hora ya habían perforado dos kilómetros y medio.

El vizconde se arrancó la pechera almidonada de la camisa e hizo en ella un montón de operaciones aritméticas entre las cuales había siete raíces cuadradas, dos redondas y una muy sencilla, consistente en la división del binomio de Newton por el coeficiente de la tangente trapezoidal del segmento de la multiplicación del meridiano terrestre.

―Si seguimos así ―anunció lleno de alegría―, dentro de media hora habremos salido a la superficie.

―Pues lo veo un poco difícil ―dijo Pepe―, porque con tanto horadar se me acaba de gastar el sacacorchos.

―¡Maldición! Entonces estamos perdidos en el fondo de este horrible pozo.

―¡Nuestro gozo en un pozo! ―murmuró tristemente Plencesbuto.

―No. Todo no está perdido ―repuso el vizconde―. Todavía pienso aparecer en muchos números de El DDT.

Y entregó su estilográfica a Pepe diciéndole:

―Continúe agujereando con esto. Es un recuerdo de familia, pero no está la cosa para andarse con pamplinas. Según mis cálculos solo nos faltan tres kilómetros.

Pero, al terminar el primer kilómetro, la pluma del vizconde había quedado hecha polvo.

―Aún no hay nada perdido ―gritó el vizconde―. Pepe, continúe con esto la perforación.

Y entregó al presidiario el puro de brea que solía chupar los viernes por la tarde para combatir la bronquitis.

―¡Es la guerra! ―gritó el aludido atacando con el expresado objeto la dura y pedruscosa roca.

Pero, después de quinientos metros de perforación, el puro de brea quedó reducido a serrín. ¡Y faltaba aún kilómetro y medio para llegar a la superficie!

Por fortuna el vizconde llevaba otro puro de brea de repuesto, con lo que se perforaron rápidamente otros quinientos metros. ¡Pero todavía faltaba un kilómetro!

―Debemos continuar sea como sea ―exclamó el vizconde―. Aquí tengo cuatro o cinco mondadientes. Continúe con ellos la perforación.

Bien administrados, los palillos permitieron avanzar novecientos metros. Pepe se secaba el sudor continuamente con un papel secante. ¡Aquella tarea era agobiadora!

―¡Maldición! ―gritó el vizconde mesándose el bombín con desesperación―. ¡Solo faltan cien metros y ya se me han terminado todos los instrumentos inciso-cortantes! ¡Pero no! ¡Aún me queda algo!

Era su pasador del cuello. El infatigable Pepe lo empuñó con frenesí y desarrollando una potencia de trescientos noventa y siete caballos de vapor franqueó victoriosamente aquellos cien metros que les separaban de la superficie.

Al romper la última capa del suelo una luz cochambrosa y amarillenta penetró en el túnel. El vizconde fue el primero en sacar la cabeza por el agujero.

Dio un grito en esperanto y cayó desmayado.

No había para menos ante el espectáculo que se había ofrecido a sus ojos. En la lúgubre habitación empapelada con números atrasados de Le Journal Hebdomaraine yacía sentado en el suelo y amarrado con gruesas cuerdas uno de los miembros de La Garra de Platino.

Y a su lado y entretenidas en el inocente juego de atizar al bandido unos morrocotudos porrazos en la cabeza con sendos garrotes de nogal, estaban las dos tiernas, débiles e indefensas hijitas del vizconde Polilloff.


¿Cómo había podido ocurrir esto?

Gástense dos deleznables pesetas en adquirir el próximo cuaderno de El DDT y lo sabrán.


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