Capítulo XI

Importantísimo:

Debo poner en antecedentes a los lectores de una repelente mixtificación. Aprovechando que me había ausentado la semana pasada para pasar el weekend en el hermoso palacete de estilo ferruginoso que Yvonne de Carlo posee en Honolulú, esa vampira y esa miserable que atiende por Úrsula Rigodón substituyó falazmente de la mesa del director las hermosas cuartillas en las que el infrascrito, o séase, yo, describe con relampagueante y fascinadora prosa la visita de Azucena a la morada del vizconde Polilloff por otras cochambrosas y llenas de faltas de prosodia y de economía política escritas por ella misma.

El objetivo que la malvada perseguía salta a la vista y al bazo: desplazarme de las páginas de El DDT* para cobrar en mi lugar los 27 477 francos suizos que el munificente director me paga por cada capítulo de Los crímenes de un vizconde.

Por desgracia, aunque la portera de la redacción me avisó a tiempo de estos inmundos propósitos, no pude llegar a tiempo de evitar que su nauseabundo escrito apareciese en el último número de la publicación.

Consiguientemente, y amparándome en el Código de la Navegación de Cabotaje y en la Ley de Imprenta promulgada por Alcachofo XMLLI en el año 844 (capítulo 238, artículo 3.3333, párrafo 505), declaro nulo y apócrifo cuanto hacen o dicen Azucena y el vizconde en dicho ejemplar, de lo cual advierto al público a los efectos consiguientes.

Considero también pertinente anunciar que he concertado con Úrsula Rigodón un duelo a serrucho a treinta pasos de distancia y a cuarta sangre.

¡Las armas dirán la última palabra! ¡Es la guerra!


»—Sí, señor ―expliqué al vizconde―. El gerente me ha enviado a traerle esta pelliza.

»―¡Voto a cuarenta mil cosacos en camiseta! Ha sido una excelente idea mandarme una perita en dulce como tú en lugar de un mancebo larguirucho y anémico ―dijo el vizconde lanzándome una mirada disoluta.

»Me estremecí como una hoja de alcornoque azotada por el frío y cruel cierzo. No obstante, no era cuestión de poner mala cara a un cliente con tantas campanillas.

»―El señor vizconde de Polilloff es muy amable ―dije con acento gallego y con una sonrisa, aunque la procesión me iba por dentro.

»―Nada de vizconde. Yo me llamo Sacha16 para los amigos.

»En esto, se fijó en el sirviente que, en pie, en fila india, guardaba un respetuoso silencio en alemán.

»―¿Qué haces aquí con esa cara de dromedario? ¿Es que esperas que pase el tranvía? ¡Largo! ¡Largo antes de que te dé un silletazo!

»―Las sillas más sólidas son las que se fabrican en El Tallercito, su ilustrísima y despampanante majestad ―manifestó el criado saludando respetuosamente y abandonando la estancia por una ventana.

»―Hoy en día la servidumbre está hecha un asco ―dijo el vizconde en cuanto estuvimos solos. Y, acercándose a mí, agregó con voz meliflua ―No pienso hacerte daño.

»Y, para ilustrar su afirmación, me propinó un empujón de alivio que me hizo rodar por el suelo cuan larga y ancha era.

»―¡Ja, ja, ja, ja! ―rió el vizconde después de su brutal hazaña―. ¡Estás flacucha y anémica! ¿Cuánto tiempo hace que no pruebas los calamares?

»―Catorce años y un día, señor ―contesté levantándome del suelo trabajosamente.

»―¿Catorce años y un día? ―repitió el vizconde para sí y, con un gesto ampuloso de esos que no quieren decir nada, cogió un botijo que estaba junto a un sillón y se bebió cuatro litros de vodka de un tirón. Luego encendió cuatro cigarrillos egipcios de una vez.

»―Mira, muchacha ―habló después de dar treinta y dos chupadas y llenar toda la estancia de humo perfumado―, yo puedo comer una tonelada de calamares cada cinco minutos. Tengo tanto dinero contante y sonante que podría adoquinar con rublos todas las calles de San Petersburgo y aún me quedaría algo para caramelos de menta. ¿Te gustaría compartir el lujo de mi vida lánguida?

»―Yo soy pobre pero honrada, señor ―repuse con hostilidad pensando en la dulce faz de mi angelical Nicéforo.

»Sin añadir una palabra más, el conde agitó fuertemente el cordón de una campanilla hasta que esta le cayó en la cabeza, y por otra ventana entró el criado de antes y avanzando de rodillas se postró a las plantas de su señor.

»―¡Siempre a las órdenes de su serenísima y altísima majestad imperial y morrocotuda!

»Polilloff, de una formidable patada en el mentón, le puso en pie.

»―¡Levántate, escoria! ¡Creo que la señorita tiene hambre! ¡Llégate a la tienda de ultramarinos y compra una cerveza, salchichón y dos reales de ultramuces!

»Y, con otro tremendo puntapié, impulsó al infeliz sirviente a través de cuatro o cinco habitaciones hasta que le perdimos de vista.

»El conde recobró su calma acostumbrada y se acercó lentamente hacia mí al tiempo que clavaba en mis pupilas su mirada glacial y perturbadora cual reptil acechando a un indefenso gorrión. Instintivamente, di un salto atrás quedándome encaramada en una mesa.

»―¡No tengas miedo, pequeña, que no soy el coco! ―susurró sin apartar sus terribles ojos de mi rostro. Cada vez más cerca, más cerca, ya su hálito venenoso rozaba mis mejillas.

»En esto, entró el criado llevando las vituallas pedidas en una bandeja de plata Menesés.

»―¡Come todo lo que quieras, muchacha! ¡No tendrás queja sobre la hospitalidad de los Polillof!

»―No probaré bocado, señor.

»―¿Cómo? ¡Encima de que te colmo de atenciones y me gasto el dinero de mis antepasados en alimentos para que recobres tu alegría, ahora te niegas a ingerirlos?

»Un temblor sísmico y convulsivo agitó los bigotes del conde al tiempo que sus manos se crispaban haciendo crujir los huesos como si fuesen castañuelas. La cosa se ponía fea y mis fuerzas flaqueaban. Disimuladamente, me puse una inyección de aceite alcanforado.

»―¡¡¡NO INSISTÁIS MÁS, SEÑOR CONDE, Y DEJADME SALIR DE ESTA CONDENADA CASA!!! ―grité como una energúmena bajo los efectos tonificantes del medicamento. El aristócrata, desprevenido, se escondió tras una cortina de terciopelo y gutapercha lanzando un chillido de terror, pero a los pocos instantes asomó empuñando un látigo de siete puntas y un tridente.

»Su mirada era entonces sanguinolenta. Su cara congestionada y hepática y con los pelos tiesos inspiraba horror.

»―Se terminó mi paciencia, gatita ―habló lentamente y rechinando sus dientes de oro―. He tenido contigo más atenciones que con cualquiera de mis conquistas anteriores. Ahora vas a conocer la crueldad y dureza de mi carácter de basalto.

»Dando un formidable salto me cogí a la lámpara del techo, y haciéndola servir de trapecio conseguí esquivar la brutal acometida del conde que dio de cabeza contra una pared.

»―¡Maldición! ¡Has de servir de comida a mis perros! ¡Te enviaré a Siberia en un carretón de mano! ―aullaba el cruel Polillof, pero yo corría desesperadamente atravesando estancias y más estancias.

»En una de ellas vi una ventana abierta de par en par.


¿Qué pasará ahora? ¿La asesinará el abyecto conde? ¿Encontrará Azucena una salvación milagrosa? En el próximo capítulo lo sabrán. Aclararemos este lío y de paso prepararemos otro mucho más gordo. Preparen sifón y antiespasmódicos.


* Los crímenes del Vizconde fue publicada originalmente en la colección DDT 1.ª época (1951-1966). Se han mantenido en la novela todas las referencias a esta revista.

16 Diminutivo de Evaristo López Martínez.


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