Capítulo XX

En comparación a la tremenda efervescencia que posee este capítulo, los anteriormente publicados resultan más tontos que dar alpiste a un canario disecado. Por lo tanto, me abstengo de narrarlos para no adormecer al lector y que conserve todas sus energías vitales en el momento de leer este.


Las ventanas del suntuoso palacio de los Polilloff rebosaban de luz de gas y calorías cuando Sacha llegó ante la vieja verja de porcelana policromada que constituía la entrada principal de la mansión. El corazón del tremendo villano se ensanchó cual neumático de goma no vulcanizada. La jornada había sido dura y la cantidad de maldades llevadas a cabo en tan corto espacio de tiempo habían despertado un feroz apetito en el ávido estómago del vizconde, pero allá dentro, en su enorme y lujosa mansión, le esperaban sus habituales bocadillos de caviar con chufas y todas las botellas de champaña que le apeteciesen.

Polilloff ascendió majestuosamente por la escalinata principal del palacio arrastrando el cuerpo de Azucena por un pie, pues la infeliz se había desmayado nuevamente. Los cosacos hicieron el saludo de ritual a su jefe consistente en revolcarse por el suelo emitiendo potentes mugidos.

―¡Enciérrala en la habitación de los huéspedes! ―gritó el conde a su mayordomo, que salía a recibirle tembloroso en el momento preciso de recoger el cuerpo inanimado de la joven que Sacha había lanzado por el aire con un gesto negligente.

Dicho lo cual, el vizconde se metió en la cocina y se atiborró de dulces de mermelada de atún con anchoas mientras que con el pie derecho se entretenía en aplastar la cola de un gato al que sus servidores habían amarrado para ese fin. Esto les dará la idea del pedazo de cemento que gastaba el noble en lugar de corazón.

Una vez satisfecho su voraz apetito, apretó un botón instalado sobre su chistera y se abrió en la pared una puerta disimulada que daba a unas sombrías escaleras por las que el aristócrata bajó dando chupadas a su puro de brea predilecto.

La escalera ponía en contacto la cocina del edificio con los calabozos subterráneos que había hecho construir el padre del actual Sacha Polilloff, que era un tipo que también se las traía.

Al final de los estrechos y obscuros escalones que estaban resbaladizos como langostinos, el abyecto vizconde giró hacia la derecha entrando en un corredor en el que se destacaban unas tremebundas puertas reforzadas con fuertes barrotes de hierro gordos como patas de elefante.

―¡Despierta, lombriz! ¿En dónde habéis encerrado al besugo ese de Nicéforo Pistón? ―dijo largándole una soberbia patada a guisa de saludo al viejo y barbudo guardián de los calabozos que dormitaba apoyado en un muro.

Este no se hizo rogar y, empuñando su manojo de llaves de hojalata, se dispuso a abrir una de las mazmorras, pero Polilloff de un empellón apartó al anciano.

―¡No te he dicho que abras, imbécil! Tan sólo quiero ver cómo sufre el preso. ―Y, posando suavemente su ojo derecho por la mirilla, paladeó de gusto al ver al pobre Nicéforo sentado en el suelo y con la cabeza apoyada en las manos. Tan intenso era su gesto de desesperación que hasta los ratones se mantenían apartados contemplándole y respetando su dolor. Este detalle no pasó desapercibido al malvado vizconde.

―¡El próximo lote de ratones para calabozos que nos traigan procura que sean más fieros o te recorto el pescuezo así! ―masculló haciendo un gesto tan significativo que el infeliz carcelero reunió todas sus energías para dar un salto atrás.

»Dentro de veinte minutos me envías al prisionero tal como está al gran salón de fiestas ―añadió el viscoso Polilloff y, dicho esto, se marchó subiendo las escaleras de espaldas y a la pata coja para mantenerse en forma.

Cuando Azucena abrió los dos ojos murmuró el «¿dónde estoy?» de rigor y trató de incorporarse, pero una mano silenciosa la sujetó por el hombro al tiempo que otra mano que hacía juego con la primera frotaba su frente con agua de colonia. ¡Junto a ella estaba sentada Tania disfrazada con un pintoresco traje de sirvienta tártara!

―¡Psss! ―musitó esta última cuando la joven trató de preguntar alguna cosa y esta, no teniendo de momento otra cosa más importante que hacer, volvió a perder el conocimiento plácidamente.


Realmente estaban ocurriendo cosas muy raras en el palacio de Polilloff. Flotaba en el ambiente un no sé qué de misterio e intriga, pues en la mazmorra en donde yacía nuestro particular amigo Nicéforo Pistón encontramos a este después de la visita del vizconde comiéndose un pollo asado y apagando su sed con una garrafa de vino de Burdeos que le ofrecía el anciano carcelero, pues… ¡este no es otro que tío Constancio caracterizado con un espesa barba color violeta!

―No te preocupes, muchacho ―decía tío Constancio entreabriéndose la barba para que pudiesen salir bien las palabras―. Tus sufrimientos están llegando a su fin.

―Desde luego ―respondió Nicéforo entre trago y trago―. Vale la pena resistir un poco más con tal de poder reírme a mandíbula batiente de ese molusco del vizconde. Lo que lamento son los sufrimientos morales de mi adorada Azucena.

―No te inquietes por ella. Está en buenas manos― declaró Constancio y así continuaron hablando de mil cosas, de la temperatura, de lo cara que se estaba poniendo la vida, etcétera, etcétera.


Volvamos al gran salón en donde el salvaje Polilloff colocaba los muebles para la conmovedora escena en preparación. ¡Una entrevista entre Azucena y el moribundo señor Pistón! ¡Je, je, je, je! Esta sola idea le hacía estremecerse de risa como a un oso hormiguero.

―¡Más aprisa, gusarapos! ―gritó a la media docena de sirvientes que estaban arreglando la sala con gran precipitación―. ¡Mi sillón imperial encima de la mesa, quiero contemplarlo todo desde una butaca de preferencia! ¡Encended todas las velas de la gran lámpara del techo! ¡Rápido, gandules!

Y el látigo del tirano chasqueaba sobre las cabezas de sus infelices esclavos que trabajaban febrilmente inundados de un sudor frío producido por el espanto.

Cruzando la estancia de rodillas se acercó hasta el vizconde su ayuda de cámara transportando un batín primorosamente doblado sobre una blanca almohadilla de amianto.

―¡Fuera de aquí, lagartija inmunda! ―chilló Sacha al verle―. ¡Quiero mi bata de los días festivos! ¡La de seda carmesí con palos y boniatos incrustados en las solapas!

Al cabo de cuatro ratos todo estaba a punto de caramelo. El vizconde, instalado en su sillón sobre la mesa, bebía constantemente copas de champaña francés y a la usanza rusa, por lo que se formó un montón de cristales a sus pies. Velada por grandes cortinajes, una orquesta compuesta de catorce profesores y medio interpretaba La marcha de Cádiz mientras la impasible guardia cosaca del vizconde guardaba todas las puertas empuñando fuertemente sus pesadas armas de cartón piedra. Sacha Polilloff recorrió la estancia con una mirada de aprobación.

―¡Que traigan al prisionero! ―gritó agitando una campanilla de plata Menesés y, acto seguido, se abrieron de par en par las grandes puertas del salón y apareció el maltrecho cuerpo de Nicéforo Pistón arrastrando gran número de cadenas, sartenes y botes de conserva vacíos. Avanzó hasta el centro de la estancia con el cuerpo vacilante y encogido a causa del agotamiento que le consumía.


Se prepara una escena horripilante. El próximo capítulo será absurdo, irreal, tremendo, agropecuario… ¡No se pierdan el instante en que la bondad y la justicia triunfan sobre la perversión más desaforada!


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