Capítulo XXXVII

Sinopsis:

Después de estar luchando con frenesí babilónico durante siete horas y media, el vizconde Polilloff y Nicéforo Pistón deciden irse a tomar unas copas junto con los asistentes al acto para celebrar el haber escapado de la muerte, o séase, la parca esa, al fallar como un vulgar petardo de 0,15 un artefacto lleno de trilita y boniatos en polvo. Cuando están más alegrotes entregados a las alcohólicas libaciones, se presentan unos gendarmes a detener a los dos compañeros del vizconde, pero Nicéforo Pistón se sacrifica desviando la atención del brazo y del peroné de la ley y, declarando su acriminalada y repulsiva personalidad, se hace prender en lugar de los susodichos interfectos.


Todos los presentes, incluido un gato a rayas que andaba vagando por allí para ver si caía alguna raspa, se quedaron lo que se dice de una pieza ante el magnífico gesto de Nicéforo Pistón.

Por otra parte, los representantes de la ley se quedaron de dos piezas. Aquello tenía unos ciertos visos de pitorreo, mofa y befa. No era nada corriente que un sujeto por cuya cabeza y por cuyo esófago se ofrecían una porrada de millones de recompensa les cayese así como así en las manos.

―Oiga, ¿va en serio eso? ―inquirió sumamente mosca y escamado uno de los gendarmes.

―Más en serio que una traducción al sueco de Los últimos días de Pompeya ―contestó Nicéforo―. Por otra parte ―añadió sacándose unos documentos de la cartera―, aquí tienen mi documentación debidamente reintegrada con las pólizas correspondientes como delincuente empedernido y colegiado. ¿Se convencen ahora?

―Es cierto, ahora lo vemos claro ―declararon los dos gendarmes dando pruebas de una extraordinaria penetración y sutileza―. Usted es Nicéforo Pistón, jefe de La Garra de Platino. Queda detenido en nombre de la ley y todo eso.

Y, tras sacarse ocho pares de esposas de los bolsillos, se las colocaron a Nicéforo mientras este silbaba con desdén y estoicismo el tercer acto de Pagliacci.

―Adiós, amigos míos ―exclamó Nicéforo antes de partir con los gendarmes―. Diviértanse y no se preocupen por mí. Solo se vive una vez.

―No vale, eso es el título de una película ―dijo uno los policías.

―Está bien, diré otra cosa ―manifestó Nicéforo―. ¿Qué les parece, «labor omnia vincit».

―No está mal. Pero vámonos ya, que la comisaría cierra a las siete, no nos vayamos a quedar fuera.

Y los tres se alejaron lentamente aunque de prisa por entre la bruma.

―¡Qué hombre! ―exclamó con admiración el gato a listas―. Tipos así como los de las películas son los que me gustan a mí, que no les tienen miedo a los guardias ni nada. Por cierto, que el otro día…

Pero no pudo saberse la continuación porque el vizconde Polilloff se levantó, miró el reloj y exclamó:

―Lo siento, pero no me puedo entretener más. Debo regresar al lado de Azucena, mi adorada esposa, y al lado de mis tiernas hijitas. Au revoir.

Y se marchó sin acordarse para nada de pagar la parte de la consumición que le correspondía, lo cual fue muy criticado por los demás.

Aún no habían transcurrido treinta y siete horas cuando el vizconde penetraba en la habitación de su esposa. Esta, que en tal momento estaba dando una sopera de harina lacteada mezclada con gaseosa a sus hijitas para que se repusieran de las emociones sufridas, se quedó de color verde botella al ver al vizconde y, turulata de la emoción, se lanzó a sus brazos vertiéndole en el bolsillo de la pechera toda la cazuela de harina lacteada.

―¡Esposa mía! ―murmuró el vizconde.

―¡Querido!

―¡Amor mío!

―¡Cariñito! ¡No sabes lo que he sufrido! ¡Ya te daba por muerto!

―¡Oh, mi pobre flor de té! ¡Cuánto has debido padecer!

―¡Horrorosamente, amapolo de mi corazón! Por cierto, que he estado viendo en los Almacenes Cebolleto unos modelitos para viudas artríticas e inconsolables que son un primor. Solo cuestan cien mil francos cada uno…

―¡Mi caramelito de menta!

―Mi emparedado de fuagrás!

―¡Mi bomboncito de licor!

―¡Mi pastilla de penicilina contra toda clase de catarros y bronquitis!

Y así se estuvieron durante diez horas y media hasta que vino un empleado de la compañía del gas a revisar el contador.

¡Hay que ver lo que es el cariño puro, evanescente, anímico y conyugal!


Mientras estos sucesos ocurren, demos un gigantesco salto y trasladémonos a Bombay, la hermosísima ciudad bañada por las aguas transparentes, azuladas y llenas de sardinas del río Ebro. Cae la tarde, en el horizonte se difumina la luz del sol y…

¡Un momento! ¿Pero qué porras tenemos que hacer nosotros en Bombay? Nada. ¡Vaya forma de perder el tiempo! Vámonos a otro lado:


Nos hallamos de nuevo en París. Un hombre vestido con pantalón de contrachapado de roble y una camiseta de felpa a rayas y sólidamente sujeto por robustas y ferruginosas cadenas a las paredes de una húmeda mazmorra entretiene su aburrimiento recitando la tabla de multiplicar. Sin embargo, este pasatiempo no debe resultar muy divertido, pues el preso después de terminar con el número ocho se pone a bostezar desaforadamente.

Hasta un camello del desierto de Gobi afectado de debilidad mental reconocería enseguida en el cautivo a un viejo conocido nuestro: Nicéforo Pistón.

Nicéforo Pistón, que esperaba de un momento a otro el anuncio de que había llegado la hora de subir al patíbulo, pues un Tribunal reunido en sesión extraordinaria le había condenado nada menos que a cuarenta y tres penas de muerte, seiscientos noventa años de trabajos bastante forzados y al pago de quince francos en papel de multas.

Eran las cuatro de la madrugada. La hora en la que los alegres noctámbulos se retiraban de los cabarés, unos en compañía de disipadas damas, otros de robustas merluzas y otros de las dos cosas a la vez.

Nicéforo Pistón al pensar en esto sonrió amargamente. De no haberse entregado a la policía, él también sería probablemente uno de aquellos divertidos y amerluzados sujetos en lugar de un candidato irremediable al defuncionamiento mortuorio como resultaba en aquel momento.

―¿Habré hecho el idiota y el becerro? ―se preguntó con acento esdrújulo.

Pero no tuvo tiempo de darse a sí mismo la oportuna respuesta porque en aquel momento la puerta chirrió lúgubremente y apareció el director de la cárcel alumbrándose con un farolillo veneciano (lo hacía así siempre para animar y predisponer al optimismo a los condenados).

―Amigo mío ―dijo de buenas a segundas―, lo siento mucho, pero ha llegado la hora.

―Todo llega en este mundo, menos los tranvías ―murmuró Nicéforo.

―Sí, señor, y usted que lo diga ―dijo el director―. Pero no veía a hablar de tranvías, sino para recordarle la costumbre que existe de que todos los condenados a muerte pueden manifestar su último deseo. ¿Se le antoja algo en particular?

Un destello de doscientos voltios brilló en la mirada de Nicéforo Pistón. Algo morrocotudo se le había ocurrido.


No. Lo sentimos, pero no les podemos decir ya nada más en este número de El DDT. No tienen más remedio que esperar al siguiente. No obstante, para los lectores demasiado impacientes hemos establecido un servicio de urgencia. Cualquier día hábil a partir de mañana y mediante el pago supletorio de 0,35 pesetas para gastos generales y sellos, nuestra culta portera les informará de lo que se le había ocurrido a Nicéforo Pistón.


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