Capítulo XIX

En los capítulos anteriores han sucedido tantas cosas que si las explicamos no nos queda sitio para este. Así que tras cinco importantes asambleas hemos decidido no contar nada para tranquilidad de nuestros lectores.


En manos de otra persona que no fuese tío Constancio aquellos andrajosos pergaminos habrían tenido escaso valor, pero el polvoriento tío de Azucena sabía más de leyes que si hubiese estudiado la carrera de abogado siete veces seguidas sin interrupción.

Tras atar todo con una perfumada cinta color rosa, se dirigió raudo como un triciclo a casa del notario más próximo y, cosa sumamente extraña, tío Constancio, por primera vez en su rutinaria existencia, para correr únicamente la distancia de catorce kilómetros, utilizó un coche de punto. ¿Cómo se atrevía el anciano a dilapidar sus metales preciosos en comodidad y regodeo para sus cortas piernas? Todo esto lo sabrán ustedes si escuchan atentamente la conversación que tuvo tío Constancio con el notario a través del ojo de cualquier cerradura.

Una vez en el despacho del funcionario, Constancio Tabarroff se sentó cómodamente en un taburete de madera de pino falsificado y acto seguido, con aquella escrupulosidad y lujo de detalles que le caracterizaba, se puso a explicar al notario el motivo de su visita.

―Setecientos noventa y dos años antes de la Era Cristiana se supone que una tribu descendiente por vía directa de los antiguos normandos asentó sus reales en una región pantanosa y llena de mosquitos llamada Jramstyuvdeas. Centenares de siglos más tarde esta región se transformó en la populosa ciudad de San Petersburgo. ¿No es así?

―Así es, prosiga ―repuso el notario, que al ver que la cosa era larga se había puesto por su parte a leer una novela policíaca.

―Los pobladores de esa región antigua, cuyo nombre no repito para no fallecer ahogado, se dividieron en dos grandes familias y fabricantes de esmalte para uñas. Los Polilloff y los Pistón. Al venir una gran era de paz, los Polilloff se arruinaron, pero fueron más listos que una ardilla porque contrajeron nupcias con las hijas de los Pistón. ¿Va usted comprendiendo?

―Sí, sí. Muy interesante ―contestó el notario sin entender nada y empezando una Historia del Imperio Bizantino porque ya se le había terminado la novela detectivesca.

―Pues continúo ―aclaró Constancio Tabarroff haciendo una pausa para matar un mosquito que le andaba molestando―. Como le decía, al casarse el vigésimo tercero y quincuagésimo octavo vástago de los Polilloff con la décimo séptima y vigésima primera hija de los Pistón se hicieron los amos del dinero nuevamente. Esto era completamente legal, pero no tuvieron en cuenta que había un Pistón varón que, a su vez, tuvo una descendencia directa de varones…

―Está todo clarísimo; pero haga el favor de resumir ―interrumpió el notario frotándose la frente con un puñado de margaritas porque se estaba mareando.

Entonces tío Constancio le enseñó los pergaminos hallados por él.

―En resumidas cuentas, que estos importantísimos documentos demuestran que Nicéforo Pistón, actualmente capitán de los cosacos y esposa mía a causa de una lamentable equivocación jurídica, es el auténtico vizconde Sacha Polilloff y, por lo tanto, el llamado hasta ahora vizconde Polilloff es un impostor de segunda que atiende por el nombre de Nicéforo Pistón.

―¡No me diga! ―repuso el notario dando fin a su Historia del Imperio Bizantino―. Esto tiene más importancia de la que parece a tercera vista. Antes de levantar acta notarial de sus manifestaciones hablaremos con un conserje del Tribunal Imperial de San Petersburgo. Él lo soluciona todo rápidamente por cuatro rublos.

Y, uniendo la acción a la palabra, tío Constancio y el funcionario se dirigieron al sitio más arriba indicado saltando a la pata coja.


Como recordará nuestro infatigable lector, dejamos al perverso vizconde Sacha Polilloff camino del bosque en donde Azucena se entretenía cogiendo flores. El vizconde se acercaba lentamente al lugar en donde se hallaba la muchacha. De cuando en cuando pegaba su oreja derecha al suelo y escuchaba complacido. Estaba sobre una buena pista. Efectivamente, apartando un puñado de hierbas que se marchitaban a su viscoso contacto pudo ver la cabellera de Azucena reluciente bajo los reflejos del sol.

―¡Cucú! ―exclamó el vizconde.

―¡Cucú! ―respondió Azucena que, como habrán apreciado a través de todo el relato, era algo tonta.

―¿A que no sabéis dónde está vuestro amado Nicéforo? ―habló Polilloff sentándose junto a Azucena y mordisqueando nerviosamente un manojo de berzas.

―¿En la peluquería?

―¡Frío, frío, frío! ¡Je, je, je! ―rio despreciativamente el vizconde.

―¿Comprando caramelos? ―trató de adivinar la muchacha poniendo al descubierto toda la ingenuidad de su cerebelo.

―Más frío todavía ―contestó el cínico aristócrata con la voz desfigurada porque estaba tratando de hacerse un nudo con las puntas de su bigote en la espalda.

―¿Entonces en dónde está?

―¡Pues en la mazmorra más lóbrega y húmeda de mi palacio rodeado de inmundos ratones! ¡Es mi prisionero de lujo!

―¡Horror! ―chilló Azucena desmayándose tres veces seguidas. Luego se puso de rodillas ante Polilloff.

»¡Soltadle! ¡Ya sabéis que estoy dispuesta a ser vuestra esposa, pero dejadlo al menos en libertad!

―Sí, ¿eh? ―repuso Polilloff poniendo una cara de astucia que daba a sus facciones una expresión de caballo― ¡Para que luego me espere en una esquina solitaria y me aplaste la caja craneana con un pedrusco! No, señora. Dejaré que se muera de hambre.

Dicho esto, Sacha Polilloff se levantó y se puso en marcha hacia su palacio dando la conversación por terminada. Azucena le seguía arrastrándose por los matorrales y poniéndose perdida de fango.

―¡Piedad! ―imploraba con su vocecita tenue que parecía salir de una radio de galena― ¡Permitidme una entrevista con él y fingiré que le desprecio para que me odie mucho y se marche con viento fresco!

Los ojos del perverso vizconde se iluminaron con luz fluorescente y frotó su barbilla contra un pino antes de contestar.

―¡Has tenido una buena idea, pequeña! Será una escena emocionante. ¡Je, je, je, je! Ahora permitidme que os dé mi brazo y nos encaminemos presto a preparar la agradable entrevista. ¡Je, je, je, je!

Las risotadas del aristócrata resonaban por todo el bosque al tiempo que la infeliz Azucena se apoyaba en el brazo de su verdugo para no caer nuevamente desfallecida.

El crepúsculo se cerró cuando la pareja citada cruzaba calles, puentes y plazas camino de la mansión Polilloff. Los tejados iluminados por los últimos destellos del sol se poblaban de gatos que se preparaban para sus excursiones nocturnas. Todo era paz y sosiego por las callejuelas tranquilas, pero el alma de Azucena estaba rebosante de amargura, desolación y cefalogía.

¿Llegarían a tiempo de evitar que su adorado Nicéforo fuese pasto de los ratones? ¿Se habría vuelto tonto tío Constancio a causa del golpe recibido? Una enloquecida risa de majareta brotó repentinamente entre sus labios de coral.

―¡Estáis algo nerviosa, pequeña! No os preocupéis. En casa tengo toneladas de tila en rama ―dijo solícito el vizconde.


No hace falta decir que el próximo capítulo será el más morrocotudo en esta interesantísima novela por entregas y además celebraremos fastuosamente el poder expulsar de nuestra Redacción al escritor Afrodisio de Camambert con un estupendo par de patadas, pues el hombre se está poniendo la mar de pesado con sus continuas peticiones de aumento de sueldo.


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